Por
las escaleras empinadas de madera se subía a la escuela. No parecía la entrada
de un colegio sino más bien la de una casa con cierto aire señorial, de esas de
tantas que hay en mi ciudad. La escuela olía a viejo y a tiza, en una palabra a
ruina. Pocos días le quedaban de bullicio a aquel lugar.
La maestra formaba parte de aquel conjunto y
no suponía una nota discordante, doña Andreína parecía tener tantos años como
su escuela, y no se inmutaba por nada. Era una maestra cansada y triste,
siempre vestida de negro. Realmente, el color que predominaba era éste y el
marrón, lo que sin embargo no suponía tristeza en aquel lugar aunque sí,
decadencia.
En mi primer día de escuela me bebía un
océano de lágrimas, aquellas escaleras se asemejaban a la entrada de una gruta
inmensa y misteriosa. Sofocada por mis pataleos, me negaba a subir a aquel
lugar desconocido y hostil. En lo alto, una mujer de mirada y sonrisa bondadosa
intentaba serenarme con un gesto tranquilizador aunque desde mi punto de vista
éste no era nada convincente. Mi madre trataba de tranquilizarme delante de un
grupo atónito y expectante de niñas
todas mayores que yo.
Carmen me recogió con suavidad y me llevó
en volandas al piso superior.
En la clase había niñas de todas las
edades, desde las mujercitas hasta las que estudiaban las primeras letras, o
desde el punto de vista de las mayores,
jugaban. Era una clase amplia de suelos de madera medio roída y bancos
con tinteros vacíos y olvidados por el bolígrafo.
En una estantería acristalada se acumulaban
“los tesoros” de la escuela: instrumentos de medir, compases, figuras
geométricas, minerales, insectos y el más interesante y raro, el murciélago
disecado que presentábamos a todas las recién llegadas. Era un murciélago
minúsculo y cuya cabeza realmente era ya esqueleto, y eso lo hacía más tétrico
y llamativo a nuestros ojos infantiles.
La escuela era silenciosa como una iglesia,
sólo se oía un ligero rumor de cuchicheos y la voz de la maestra de fondo. Se
animaba a la hora de recitar el cantarín sonsonete de la tabla de multiplicar y
la competición final de la clase al enumerar de un tirón las provincias españolas.
A la hora del recreo muchas veces nos
dábamos cita en el mugriento cuarto de baño donde se apilaban los vasos de
plástico de colorines para que quienes quisieran, se bebieran un vaso de leche
que las propias alumnas elaboraban con la leche en polvo acumulada en grandes sacos, restos del Plan Marshall,
que se apilaban en aquel lugar. Era un bebedizo desagradable y lleno de grumos
que suponía otro motivo de competición entre las chicas.
-¿Quién se ha tomado más grumitos?- decía
Ana Mª con su cara morena y una empolvada boca sonriente.
A veces, la maestra castigaba, pero sólo a
las niñas mayores. La pena era ejemplar, de rodillas, con los libros en las
manos y en los balcones de la clase donde los transeúntes pudieran verlas. Ante
tanta humillación, muchas lloraban. Algunas afortunadas sólo tenían que
resolver kilométricas divisiones en las pizarras laterales.
Aquel fue mi primer y último curso en esa
vieja escuela, después sufrimos una diáspora que nos llevó a diferentes
colegios de la ciudad.
Vaya, esa escuela no tiene grandes diferencias en la que yo viví hasta 5º de EGB, aunque parezca mentira. Los brazos en cruz se cambiaban por pescozones del maestro de otro tiempo. Sin embargo, tan añorado. Qué raro.
ResponderEliminarMe encantan las fotos y el relato me traslada a otros tiempos que siempre han sido para mí llamativos, pero no rememorables.