martes, 3 de diciembre de 2013

Jaque Mate


  El cuarto de baño es amplio y la luz de una ventana inunda toda la estancia llena de una nube de vapor de agua. En la bañera, una mujer delicada y frágil, parece reposar en un sueño placentero y sensual. Sus piernas cuelgan por los bordes descuidadamente.
   Por el pasillo se oye un taconeo acelerado que se acerca a la sala de estar.       

-¡Niño, qué harta estoy de trabajar…!

     Él, sentado en el sillón,  la mira con hastío mientras apura la última gota de su lata de cerveza. El televisor parlotea de fondo:”Duodécimo día en el  Juicio del 11-M…”

-¡Qué sabrás tú lo que es trabajar! Yo sí que estoy derrengado- contestó con ceño malhumorado.

    El perro no para de ladrar moviéndose nervioso de un lado a otro  de la  habitación.

-¡Calla a ese chucho de una vez!

    Ella le pregunta con voz tranquila

-¿Por qué has llegado tan tarde?

-¡No empecemos!

     Se levanta de forma brusca y se dirige a la barra de la cocina donde recoge precipitadamente las llaves del coche. Ella lo mira angustiada.

-Niño, ¿ya no me quieres?

   Pero él ya ha salido dando un portazo.

    La sangre, espesa y tibia, resbala desde su mano hasta las baldosas negras y blancas. El perro lame el pequeño charco…

 

viernes, 22 de noviembre de 2013

La escuela


   Por las escaleras empinadas de madera se subía a la escuela. No parecía la entrada de un colegio sino más bien la de una casa con cierto aire señorial, de esas de tantas que hay en mi ciudad. La escuela olía a viejo y a tiza, en una palabra a ruina. Pocos días le quedaban de bullicio a aquel lugar.

   La maestra formaba parte de aquel conjunto y no suponía una nota discordante, doña Andreína parecía tener tantos años como su escuela, y no se inmutaba por nada. Era una maestra cansada y triste, siempre vestida de negro. Realmente, el color que predominaba era éste y el marrón, lo que sin embargo no suponía tristeza en aquel lugar aunque sí, decadencia.

    En mi primer día de escuela me bebía un océano de lágrimas, aquellas escaleras se asemejaban a la entrada de una gruta inmensa y misteriosa. Sofocada por mis pataleos, me negaba a subir a aquel lugar desconocido y hostil. En lo alto, una mujer de mirada y sonrisa bondadosa intentaba serenarme con un gesto tranquilizador aunque desde mi punto de vista éste no era nada convincente. Mi madre trataba de tranquilizarme delante de un grupo atónito y expectante  de niñas todas mayores que yo.

    Carmen me recogió con suavidad y me llevó en volandas al piso superior.

    En la clase había niñas de todas las edades, desde las mujercitas hasta las que estudiaban las primeras letras, o desde el punto de vista de las mayores,  jugaban. Era una clase amplia de suelos de madera medio roída y bancos con tinteros vacíos y olvidados por el bolígrafo.

    En una estantería acristalada se acumulaban “los tesoros” de la escuela: instrumentos de medir, compases, figuras geométricas, minerales, insectos y el más interesante y raro, el murciélago disecado que presentábamos a todas las recién llegadas. Era un murciélago minúsculo y cuya cabeza realmente era ya esqueleto, y eso lo hacía más tétrico y llamativo a nuestros ojos infantiles.

    La escuela era silenciosa como una iglesia, sólo se oía un ligero rumor de cuchicheos y la voz de la maestra de fondo. Se animaba a la hora de recitar el cantarín sonsonete de la tabla de multiplicar y la competición final de la clase al enumerar de un tirón  las provincias españolas.

    A la hora del recreo muchas veces nos dábamos cita en el mugriento cuarto de baño donde se apilaban los vasos de plástico de colorines para que quienes quisieran, se bebieran un vaso de leche que las propias alumnas elaboraban con la leche en polvo acumulada  en grandes sacos, restos del Plan Marshall, que se apilaban en aquel lugar. Era un bebedizo desagradable y lleno de grumos que  suponía otro motivo de  competición entre las chicas.

    -¿Quién se ha tomado más grumitos?- decía Ana Mª con su cara morena y una empolvada boca sonriente.

    A veces, la maestra castigaba, pero sólo a las niñas mayores. La pena era ejemplar, de rodillas, con los libros en las manos y en los balcones de la clase donde los transeúntes pudieran verlas. Ante tanta humillación, muchas lloraban. Algunas afortunadas sólo tenían que resolver kilométricas divisiones en las pizarras laterales.

    Aquel fue mi primer y último curso en esa vieja escuela, después sufrimos una diáspora que nos llevó a diferentes colegios de la ciudad.

domingo, 17 de noviembre de 2013

Conmigo


  El sol está picón, es sol de invierno. Ya me pica el cuello, ¡es peor el remedio que la enfermedad! Otra vez, ¡siempre caigo! Verás mañana el moreno albañil. ¡La marca de la camiseta! Suena la música. Un poco fuerte ¿no? Se acopla. ¡Alucinante! Surrealismo puro, ¿qué es lo que estoy viendo? ¿De dónde ha salido? Una monja niña vestida como una Virgen de Fátima. No logro ver bien el dibujo que tiene en el pecho, ¿qué congregación es esa? Parece como si estuviera haciendo algo prohibido. Esta imagen la tengo que guardar en la memoria, ¡es buenísima para una historia! El título podría ser: “La monja niña se siente fascinada por la música New Age”. ¡Qué calor! No lo aguanto más. ¿Dónde hay sombra? “Génesis”. ¿Lucha entre la música y la literatura? ¡Qué locura, un coloquio y un concierto en el mismo lugar! Francis, ¿el escritor que pide autógrafos?

¡Caramba! Otra vez el zapato, seguro que se ha pelado el tacón, ¡qué casualidad! Ni a medida parece hecho el hueco del adoquín. ¡Adoro los sábados!  

viernes, 1 de noviembre de 2013

Adios, abuela Bibita


  El sol cae de lleno  de manera implacable, y hasta la sombra de las piedrecillas del sendero es rojiza. El camino es polvoriento y está lleno de guijarros que se derriten en una mañana cualquiera de agosto. A lo lejos se vislumbra una caravana silenciosa de gente que camina parsimoniosamente, la mayoría son mujeres que van enlutadas desde la cabeza hasta los pies. Al irse acercando se distinguen sus voces que en letanía repiten:

 

- Ora pro nobis.

 

  Alrededor los geranios encandilan con su rojo y fucsia. En el suelo alguna mano primorosa ha regado pétalos multicolores.

  El sacerdote con su tonsura sudada se detiene solemnemente y el monaguillo hace sonar la campanilla…

  La casa tiene una entrada angosta y empedrada, un murmullo de agua que corre por la tarjea refresca el ambiente. La puerta está abierta de par en par y en la habitación principal destaca la cama antigua de madera y la colcha de raso azul marino. Las mujeres se arrodillan en el exterior a pesar de las piedras martirizadoras. Entre los velos negros, una niña pequeña intenta ver algo de lo que sucede dentro, da saltitos, se mueve entre la gente…

  Todos se levantan de nuevo con el mismo silencio y recogimiento, la caravana reinicia su marcha y deshace los pasos...Suena la campanilla de nuevo.

 

-Ora pro nobis.

 

  Sobre la colcha azul las viejas y retorcidas manos del trabajo descansan. Manos que antes  se movían con destreza en el caldero de teñir la ropa para el luto venidero, en la huerta mezquina de boniatos y en el telar de las traperas…

 

viernes, 18 de octubre de 2013

Fefé y sus perros


 
 
 
 
En las afueras de la pequeña ciudad, a medio camino entre lo considerado campo y lo considerado urbe, vive un pequeño personaje entre cómico y siniestro, Fefé. Siempre vestido con un mono azul de mecánico semirroído y un jersey oscuro no por su color sino por el paso del tiempo y la roña. Su cabeza está cubierta por un boina que no desentona con el resto de su indumentaria  y en su sempiterna sonrisa se muestra un único diente que asoma desde unos labios finos y babeantes. Al hombro, un saco deshilachado  y cargando no se sabe qué. Sólo quiere la compañía de sus perros y de algunas cabras que sobreviven igual que él en la ladera del barranco.

   Como todas las mañanas, nada más amanecer, sintiendo los rayos tibios sobre su rostro desciende por el cauce, saltando de roca en roca, se aproxima ya a las primeras casas. Puede ver los enormes laureles de indias que rodean el Centro de Salud, sabe que ya está en el límite de su territorio, se vuelve y dirige su mirada hacia los animales que siguen sus pasos dócilmente. Con un pequeño movimiento de cabeza hace que éstos se detengan y allá atrás, los perros engruñan sus ojos cegados por el sol que les da de frente y muestran sus dientes, jadeantes.

   Fefé se endereza, se alisa el pantalón y se sacude el polvo de encima y con ágiles movimientos de sus manos se enchancleta correctamente las alpargatas, sin importarle que de una de ellas nazca una uña morada. Retoma el camino polvoriento y atisba a los primeros transeúntes que se acercan a un kiosco verde de cartón piedra que está justo donde aparecen las huellas del primer asfalto. Las mesas de formica desvencijada  que lo rodean  están llenas de gentes de diversa condición y de los habituales clientes de la casa: Pepa la pescadera, Antonio el churrero y algunos otros comerciantes de los puestos de la vecina plaza del mercado.

     Pide un café, lo paladea, se enjuaga la boca con el líquido caliente como si así lograra que todos los poros de su cuerpo sintieran el mismo calor que la mucosa de su boca.

 

- ¿Qué tenemos hoy, Aristeo? – logró pronunciar, escupiendo saliva veteada por los restos del café.

- ¡Hoy madrugaste…  y por eso vas a tener suerte, maldito! Hay que ir al muelle y recoger unos sacos de cebollas ¿Hace el negocio?

- ¿Cuánto?

- Cinco duros y el café.

-¡En paz!

 

      Fefé, contando las monedas, babea de avaricia. Saca del saco un gurruño de periódico y lo abre lentamente, como si perdiera alguna de las letras de éste.  Las envuelve y  las guarda.

 

       Con incipientes curvas y coleta tensa, la muchacha cruza la calle ligera con la maleta en la mano. Mira a un lado y a otro, y al llegar a la acera cercana cruza su mirada con un desconocido. Oye los pasos a su espalda,  nota unos ojos que se clavan en su nuca y  una fuerte respiración cercana. Siente  el corazón  acelerado y una extraña sensación de ahogo…

 

      Una figura oscura  y oscilante como un péndulo despierta los ladridos de los perros. Regresa a su cubil. La cueva está tibia, el vaho de los animales la calienta. Se echa sobre el colchón carcomido y entra en un profundo sopor.

 

 
 
 

miércoles, 9 de octubre de 2013

Angelitos


Una sonrisa enigmática en una cara regordeta y mofletuda con una chispa gélida en la mirada, colgaba de la pared del dormitorio principal sobre la cabecera de la cama.

  La niña entra en la habitación de puntillas, queriendo pasar inadvertida y sin atreverse a mirar directamente a aquel angelote que la sigue con la vista desde su perspectiva de poder…

  Vuelve a su enorme cuna de madera, cuna con historia, heredada de generación en generación. Huye del ángel padre y se refugia en los brazos del ángel niño:

 

   “Ángel de la guarda,

     dulce compañía

     no me desampares

     ni de noche ni de día,

     no me dejes sola

     que me perdería…”

 

  Cierra los ojos, tiembla. De nuevo esos pasos, esos susurros que se acercan cada vez más…La niña se acurruca con fuerza y se hace un ovillo, quiere desaparecer, hacerse invisible…Pasos cansinos, sonidos de cacerolas en la cocina cercana. Se tapa los oídos.

   -¡Mamá! ¡Mamá!

   -¡Duérmete…!

   -¡Ven, mamá!

   -Vamos a dormir, reza conmigo:

 

   “Cuatro esquinitas tiene mi cama

     cuatro angelitos que me acompañan”

 

  La niña se sosiega, entra en un profundo sueño, los párpados le pesan como una losa…  

Amanece un nuevo día. Un rayo polvoriento de luz penetra en la habitación. El color blanco de la pequeña caja encandila a los presentes.

     -¡Angelito!

     -¡Dios la tiene en su seno!

     -Y la Virgen, un nuevo querubín en su corte celestial...

sábado, 28 de septiembre de 2013

Ser comido




  Todas las mañanas me levanto al amanecer, justo cuando el sol alcanza ese punto naranja y cegador. De manera habitual abro la ventana,  aspiro el aire fresco  y tonificante y sin dilación me voy a la cocina. Allí desayuno un tazón de leche humeante junto a unas tostadas con mantequilla deliciosamente derretida sobre las cuales deposito de manera estudiada dos cucharaditas de miel.  Normalmente, me siento delante del ordenador e intento trasladarme a lugares exóticos, hurgar en un mundo onírico, divagar sobre la belleza femenina, ahondar  en la negrura de unos ojos  o de una larga melena…E incluso me atrevo a juguetear con el lenguaje. A continuación decido desentumecer los músculos y bajar a las calles de mi pueblo. A esas donde apenas encuentro a nadie a quien de manera rutinaria tener que saludar…

   -¡Buenos días, Jenaro!

   -¡Con Dios, don  Manuel!

    De vuelta a casa, el mismo itinerario. Sólo me desvío para pasar por la plaza Mayor, la usual visita a la panadería, la pescadería… Y me encuentro con la visión de un mar rojizo de cangrejos de río que se revuelve en las cajas  moviendo sus pinzas  de manera convulsiva.

   -Me pone un kilo, por favor.

   Cuando llego a casa pongo la olla a fuego vivo y al mismo tiempo busco mi antiguo recetario, aquel que heredé de mi abuela no hace mucho. Me sumerjo en las páginas de salsas. El sonido de la bolsa desvía mi atención, la abro y sin saber cómo uno de esos pequeños diablillos cosquillea por mi cuello, noto un ligero chasquido y descubro como se siente uno al ser… Comido.

lunes, 23 de septiembre de 2013

Malentendido Neruda

  
 
    Los trenes de hoy en día carecen del romanticismo de antaño. Añoro ese traqueteo que te mece y hasta parece que te acuna. Ver desfilar los árboles sin que te dé tiempo a reconocerlos. Llevo ya casi cuatro horas intentando cerrar los ojos, pero nunca he logrado dormir tan profundamente como el viajero que tengo enfrente. Su indolente vulnerabilidad me asombra. Sus gafas redondas resbalan por su pequeña nariz y el periódico “Blesk” está a punto de caer de una de sus manos, mientras con una fuerza inexplicable se aferra a su viejo maletín entreabierto con la otra. De éste cae suavemente una hoja mecanografiada al suelo. Miro al pasillo, hacia la izquierda y hacia la derecha. Desde mi asiento sólo logro alcanzar a leer: Neruda. Me sorprende el descubrimiento. El viajero cambia de postura, se remueve en el asiento. Desvío la vista hacia la ventanilla y observo mi propio reflejo. Ladeo mi boina gris. El río  discurre paralelo a las vías y  apacible recoge las hojas del otoño.
 
-¡Passaport, prosim! – dice enérgicamente el policía.
 
    Me apresuro a buscar mi identificación. El agente sonrosado me mira al mismo tiempo que observa la foto. Me la devuelve con desdén. Entretanto mi compañero de viaje aparece perfectamente sentado y con la mejor de sus sonrisas le enseña su tarjeta de identidad. Como por arte de magia el folio ha desaparecido del suelo y su cartera está cerrada.
   Saco mi libreta de notas y simulo leer en voz alta: ”Para que tú me oigas mis palabras se adelgazan a veces como las huellas de las gaviotas en las playas…” Mi acompañante me mira con una sonrisa bobalicona y seguidamente consulta su reloj. La voz en off anuncia la próxima estación. El hombre me enseña la hoja y me señala con el dedo: ¿Jan Neruda, Malá Strana 47. Praha?  
 

viernes, 13 de septiembre de 2013

Venecia, al fin


                                          
 
  Los latidos de mis sienes me desesperan y esa sensación de amago de náuseas que es peor que las propias náuseas. Los escalofríos recorren mi cuerpo y casi no siento los dedos sobre las teclas. Entreabro los ojos encandilados por la tenue claridad. Una gota se desliza patinando sobre el cristal, lo hace tristemente, despacito, zigzagueando y va a morir en la madera envejecida de la ventana. Sus compañeras la siguen igual de torpes.
   La mañana es fría y gris, los chopos sin hojas simulan figuras fantasmagóricas entre la niebla del amanecer. Así es la luz de Bruselas. El olor a café recién hecho inunda la cocina pulcra y ordenadísima. Como cada mañana saboreo despacito, sorbo a sorbo y mojo las galletas María en el tazón siguiendo un no sé qué rito doméstico. Mi mirada parece estar a kilómetros de allí. De nuevo una arcada, por qué me habré empeñado en desayunar…El aroma a cuscús del restaurante de abajo acaba por convencerme de que no merece la pena intentarlo. A pesar de lo que diga mi abuela saldré a la calle con el estómago vacío.
   Cojo la cartera y el abrigo, y me deshago de las zapatillas de mopa para enfundarme las botas de piel. Bajo las pequeñas escaleras que me llevan a la calle  que está llena de charcos y de transeúntes con cara avinagrada. Ahora entiendo por qué llaman belgas a esa raza de canarios tan desgarbados y feos. El tintineo del tranvía me despierta de mis profundos pensamientos de filosofía barata. Me pongo a la cola. Esta mañana parece que todo el mundo se ha decidido a salir al mismo tiempo. Apretujo la cartera contra mi pecho. Me apeo en la sexta y me dirijo a la  ciudad baja justo a la Grand Place. Entre el ir y venir de la gente busco un sitio estratégico donde el sol mañanero suela calentar y el turista fije la vista. Las notas de mi clarinete se desparraman por el aire mientras siento la calidez de la música. Me reconfortan. Es el único momento del día en que me siento vivo en esta ciudad. Recorren mis venas, se expanden a través de mi circulación sanguínea, a través de los interminables canales de mi anatomía. Mi cuerpo, Venecia al fin, se retuerce y estremece en una danza parkinsoniana y maldita, y soy feliz.
 

miércoles, 4 de septiembre de 2013

Amor de hijo




                                        
 La llave gira casi imperceptiblemente .Una mirada rápida y  fugaz hacia la izquierda…, hacia la derecha. Se desliza por la pequeña abertura. No enciende la luz, ¿para qué? ¿Acaso eso iba a clarificar sus ideas? No, mejor así.  ¿No es el Reino de las Tinieblas donde se mueven las criaturas malditas?  Maldito, sí. ¡Malditos ellos! Ella  y su sonsonete: “Hijo, te veo mala cara ¿Estás seguro de que comes bien? Te he preparado algo. Llévatelo, por favor. No te acuestes tan tarde…Ya te imagino con tus librotes, ¿no entiendo qué tienen? ¿Cuántas veces los has leído? ¿Y ese que dice tantas barbaridades? No recuerdo el título… Ya me lo decía tu abuela, -Ese niño necesita el aire. Los libros no son buenos, le llenan de pajaritos la cabeza y luego ya se sabe…Quiero saber dónde esto, lo otro y lo de más allá-. Mi madre sí que sabía criar hijos ¡Cuánto la echo de menos! Era una santa y hay que ver como la querían todas las vecinas, y es que ella ¡Era tan generosa! Porque siempre que había alguien enfermo ella nunca faltaba, allí iba  con su cajita de bombones  y sus flores, y si había que darle una vuelta a la casa se la daba ¡Qué caray! Siempre recuerdo el día en que murió ¡Fue tan bonito! No faltó nadie, ¡nadie! Y lo que dijo don Pablo…” 
   La sangre tiene una textura especial, cuando cae lo hace con parsimonia como si toda la vida fuera transportada a través de ella. Es tibia, cálida.
    Sus pasos sordos recorren el largo pasillo hasta llegar a la última de las habitaciones. Se deshace de la chaqueta, luego del jersey. Lanza el periódico sobre la cama aún deshecha y arrebujada. Todavía huele a perfume barato. Abre la ventana y enciende la pequeña lámpara. Sobre la mesa un libro abierto: “…, vi la circulación de mi oscura sangre, vi el engranaje del amor y la modificación de la muerte, vi el Aleph, desde todos los puntos, vi  en el Aleph la tierra, vi mi cara y mis vísceras, vi tu cara, y sentí vértigo y lloré, porque mis ojos habían visto ese objeto secreto y conjetural, cuyo nombre usurpan los hombres, pero que ningún hombre ha mirado: el inconcebible universo…” 
 

 

viernes, 23 de agosto de 2013

Tardes de domingo

                                    
 

    El domingo huele a carne empanada, a papas fritas  y a tierra mojada. Los gatos pasean por el tendido y se recuestan al sol de invierno, abren sus bocas a punto de desencajar sus mandíbulas, bostezan y descansan. Se escuchan los ronroneos plácidos, distantes…

    Los geranios, las pascuas y las santa teresitas bordean el camino, pinceladas de color entre las piedras. Muros de ladrillos avejentados por el paso del tiempo por entre los cuales se vislumbran las melenas deshilachadas de las plataneras, encima una abubilla con corona de fuego me mira intrigada, gira su cabeza, la ladea de un lado a otro, me observa….La orina surca caminos intrincados, una piedra, un recodo… Estiro las piernas y mis sandalias blancas se salvan de la catarata amarilla que llega hasta ellas.

   El pájaro ya se ha ido, sólo silba la brisa  suave del alisio que mueve el pelo de mi cara y lo enreda por el cuello…Tardes de domingo donde el tiempo se  alarga y se estanca.

martes, 16 de julio de 2013

El Postigo

La bruma rastrera suele aparecer a últimas horas de la tarde rodando por las montañas verdes y oscuras. Apenas a unos metros, las casas diseminadas escapan a sus lametones. Una hilera  de enormes castañeros determinan los límites de una de ellas.

   La vivienda es humilde y sencilla, en el tendido unos pocos geranios ponen una nota de color. En aquel lugar hay poco tiempo para el ocio y Rosarito se mueve de un lado a otro inquieta. Va descalza, vestida con un traje sin formas, de color negro o más bien pardo. Son muchos años de luto, aunque por un padre siempre es así. Tiene apenas unos diez años y es extremadamente delgada, pero ¿cómo no habría de serlo, si sólo come  boniatos y leche de cabra?

 

   -¡Ahora cojo esa mariposa que está en la huerta y me hago un broche con ella! Luego, me voy a la ciudad a pasear a la calle Real. Pero, ¿cómo será esa calle? ¡María, cuéntame cómo es la calle Real!

 

   María, agotada por el trabajo del día y con voz serena.

 

    -Rosarito, no tengo tiempo para tonterías y ven ya, que las corujas están fuera. Horita llega mamá y si no te ve dentro te va a castigar.

 

    La niña entra y se dirige a la pila para lavarse las manos y la cara. A través del postigo que hay encima de ésta ve cómo regresan de la ciudad sus vecinas. Las dos mujeres, madre e hija, suben alborozadas  barranco arriba acercándose a la casa. Llevan sendos sombreros de domingo, y Rosarito las observa admirada. Su imaginación  la lleva a una calle de adoquines donde bajo las luces tintineantes una señora con pamela y polisón la atraviesa. Al otro lado, un caballero con jipi la saluda cortésmente…

    Un trueno estremece la casa y un chaparrón repentino interrumpe su ensoñación.

Las vecinas aceleran el paso menudo ¡Es imposible luchar contra la lluvia! Sus mejores vestidos están ensopados y sus hermosos sombreros se desmoronan. Las mujeres se pierden en la oscuridad del camino…

     La lámpara de carburo ya está encendida en la cocina.

 

    -¡Rosarito! ¿Qué haces? ¡Tómese la taza de leche y a dormir!

 

   Tres días más tarde la chiquilla mete la cabeza debajo del chorro de la pila de la cocina. El sol cae de plano sobre las piedras que acotan el terreno, y un desfile funerario que rehace sus pasos camino del cementerio cercano, se vislumbra a través de los cristales.