domingo, 12 de enero de 2014

Manuela, la gorda


    Detrás del muro envejecido y bordeado por una enredadera azul, surge la corona de un tejado añejo y vivido lleno de bejeques que la humedad de la lluvia ha sembrado en complicidad con el transcurrir del tiempo. Del postigo de la cocina sale un canturreo de mujer satisfecha trabajando en la casa.

   Las vecinas ya vienen de regreso de comprar en la venta del pueblo.

 

- ¿Oyes?  ¡Qué felicidad…! –dice la vieja Juanita, secándose la frente con un pañuelo sudoroso y echándose hacia atrás el sombrero de paja que la protege del sol.

 

- Eso es que hubo gallo en el gallinero…-replica Pepa rascándose el bigotillo y quitándose las gruesas gafas empañadas.

 

- ¡Habrá poca vergüenza! Yo no sé como hay hombre que se le arrime. ¡Con lo cochina que es!

 

  Juanita se bambolea de un lado a otro mientras camina tratando de esquivar las piedras que serpentean la vereda, lleva la cántara y un gran cesto con la compra del día.

 

- A los hombres contá de encontrar calorcito les vale todo- replica Pepa que saca del cesto la botella de vino recién comprada y la descorcha con los dientes- ¿Gustas?-dice mostrando su sonrisa mellada.

 

- ¿Yo? ¡Ni loca!

 

  Las dos figuras se alejan renqueantes por el recodo cercano.

 

  Manuela sale de la casa  y llena en el chorro de la pileta un gran barreño de aluminio. El agua suena eufórica y potente. Ella enfundada en una bata floreada que se le ciñe al cuerpo desnudo se apresura en no desperdiciar ni una sola gota del refrescante líquido. Coloca la improvisada bañera en el suelo, se desnuda y se sienta desbordándolo todo con su enorme trasero. Las piernas le cuelgan por fuera. Coge un trozo de jabón azul con el que se restriega levantando los brazos mientras canta a grito pelado “Dos gardenias”.

  Al otro lado del muro, jugueteando por el camino, regresa un  grupo de chiquillos de la escuela. Juanjo el más pequeño y flaco del grupo, se mueve como un cigarrón dando saltitos, buscando la piedra más ligera y de mayor alcance.

 

- Con esta le doy a ese barbolete que ves allí- y la lanza con todas sus fuerzas al muro de la platanera cercana.

 

-¡No le diste!- grita Toño colorado como un pejeperro y con la nariz pecosa llena de gotitas diminutas.

 

-Yo tengo más puntería que ustedes- dice retadora Delia mientras se agacha a coger otra piedra.

  Cuando lo hace observa que a través del muro y por unos pequeños agujeros se percibe movimiento al otro lado de la tapia- ¡Shhh…!- hace señales a sus camaradas para que se acerquen.

  Manuela se solaza en su barreño. Los enormes pechos suben y bajan mientras su potente voz declara-¡Te quiero, te adoro, mi vida…! La pastilla de jabón se desliza entre las piernas.

  Los ojos infantiles descubren atónitos el espectáculo… Juanjo no puede dominarse y grita.

 

- ¡Manuela la gorda cochina! ¡Manuela la gorda cochina!

 

   Los chicos salen corriendo con las maletas en las manos, dejando un reguero de polvo tras ellos. Manuela grita desgañitándose- ¡Hijos de putaaa…!

  Como una tortuga panza arriba intenta levantarse rápidamente pero le es imposible,  su enorme culo encajado en el barreño se lo impide. Enfadada por ver profanado su pequeño paraíso, busca la bata y se la pone mojada y todo. Se alonga por el muro pero ya los pequeños truhanes se han marchado. Tira sobre las piedras los restos del agua jabonosa y arrastrando los pies, entra en la casa.

  Por la tarde, el sol ha perdido su fuerza. Manuela sale al camino con los ojos pintados de azul celeste y una temblorosa raya negra. Su boca roja tiene la forma de un mal dibujado corazón. Lleva a pesar de todo un sombrero y un traje ajustado estampado con rosas. Tiene el pelo corto con un teñido casero de color caoba y los brazos con pulseras que aprietan su carne. Inicia su paseo vespertino de todos los días, es un paseo corto de no más de un kilómetro, sigue siempre la misma dirección y hace las mismas paradas delante de cada casa con jardín que encuentra. Admira las flores, las observa, las estudia e intenta clasificarlas mentalmente.

 

- ¿Son dalias o crisantemos?- se interroga a sí misma mientras alarga el cuello en un vano intento de percibir su olor.

 

- ¡Adiós Manuela!- exclama Benito acercándosele a la oreja, desprendiendo olor a sal y a pescado por todos lados.

 

- ¡Cacho Cabrón qué susto me diste! ¿Ya te recoges tan temprano?

 

- La mar está brava hoy y no pican.

 

-¿No cogiste ni unos chicharritos?

 

-¡Qué va! Ahí llevo un pulpo chico y poco más- se lamenta el anciano salpicado de escamas desde la boina hasta las alpargatas.

 

 -A ver si mañana tienes más suerte, me apetece comer unos chicharritos con mojo de cilantro. Así que ya te hago el encargo.

 

   Benito recoge el balayo hecho con restos de sedal y colmo, y con magnífica destreza encajona la enorme caña bajo el brazo, se aleja cual caballero andante…

   La sombra de Manuela se va estilizando a medida que avanza en su recorrido. En la entrada a la sermentía que da paso a la siguiente casa se detiene como si estuviera ante un altar. Las rosas de los más diversos colores y formas  se suceden, la amarilla, la carmesí,…Las atrae hacia su rostro y aspira el perfume llenando sus pulmones. A través de los visillos se intuye una silueta que la vigila.

-¡No las toques que las secas! ¡Bonita costumbre tienes!-grita enfurecida Argelia con sus ojos azules chispeantes y secándose las manos con un paño de cocina.

 

-¡Yo, ni las toqué!

 

- Ya me secaste la de pitiminí que me la trajo mi yerno de la ciudad y bastante que me costó que pegara para que tú sigas llevándotelas todas ¡Ladrona! ¡Frescona! ¡Lárgate de aquí que no quiero verte el jocico cerca!

 

   Manuela se gira ignorándola y sin mirarla a la cara, inicia el camino de vuelta a su casa como si no fuera con ella.

 

   Las sombras envuelven el recorrido igual que envuelven su ánimo, los gatos negros como la noche que gana terreno al día comienzan su cacería, las corujas buscan sus atalayas y ella acelera el paso.

  A través de la pared, en uno de los pequeños boquetes donde aquella misma tarde asomaba la cabeza de un lagarto tornasolado de azul, los ojos infantiles dejaron de serlo al enfrentarse por primera vez al espectáculo del dolor.

   Manuela abría un papelote menudo con nerviosismo: “Lamentamos comunicarle que su hijo…”