En el bosque
se mueve toda clase de insectos, desde los más laboriosos, leáse
las abejas obreras, hasta aquellos que disfrutan de la "dolce
vita". Si el observador se detiene verá como no es "oro
todo lo que reluce". En ocasiones, el naturalista se sorprende
ante sus propios descubrimientos que hacen que todo lo aprendido en
sus largas tardes de invierno deje de serle útil. Cuando llega la
primavera y se desplaza hacia el campo, todas sus teorías se vienen
abajo.
La abeja
obrera se desplaza de manera frenética alrededor del panal, realiza los
movimientos aprendidos genéticamente y que dan la pista a sus
compañeras de dónde encontrar el más jugoso polen objeto de su
deseo. Una determinada pirueta indica si se encuentra hacia la
derecha o hacia la izquierda y así se ha hecho desde siempre. Sin
embargo, algo ha cambiado. Si observamos detenidamente, la obrera
solo ejecuta su danza cuando la abeja reina anda cerca. Cuando esta
se aleja, se transforma en cigarra. En un momento ocurre la
antinatural metamorfosis. Los élitros se alargan y el polen le
produce asco, y sin saber cómo, la savia se le muestra apetitosa.
Entra en una natural desidia que le lleva a emitir sonidos en los días
calurosos.
En el
bosque, está claro que nada es lo que parece. Las cigarras han
adquirido con el tiempo gran vellosidad. Esto ha hecho que la carga
electrostática de su cuerpo sea cada día mayor y por increíble que
parezca, ha logrado que el polen de las flores circundantes se haya
adherido a su cuerpo produciéndoles sobrepeso y con ello, la
necesidad de moverse más de lo habitual en ellas.
El
naturalista se pregunta, ¿qué ha pasado con las reglas de la
taxonomía? Tantos años de estudio para que nada sea lo que parece.