martes, 26 de agosto de 2014

El rayo


  La casa estaba en lo alto del principal caserío del pueblo donde se divisaban los campos de viñas que desde siglos allí se cultivaban. Nadie sabía quién había llevado la primera cepa, desde siempre habían estado en ese lugar. Los primeros campesinos que llegaron a aquellas lejanas tierras las habían traído como el mayor tesoro que probablemente garantizaría incluso su propia supervivencia, pues a muchos les habían contado que en las nuevas tierras la vid se hacía más vigorosa que en el continente. También se apreciaban higueras achaparradas por la brisa permanente y en las lejanas cumbres de verde intenso, pinos tan antiguos que ya nadie recordaba quién los había plantado. El mar azul e interminable se presentaba a sus pies justo más allá del principal camino por donde los lugareños hacían su recorrido habitual. La casa parecía aislarse de todo aquello y se mostraba altiva desde su atalaya.

  Anita jugaba en el interior del patio rodeada de las más exóticas plantas traídas de la lejana Cuba donde ella había nacido unos pocos años antes de que su padre decidiera regresar al terruño con las manos llenas de dinero amasado con el sudor propio y de sus paisanos. La niña siempre se mostraba ajena en su paraíso a todo lo que le rodeaba. Creció en aquellas circunstancias y fue convirtiéndose en una joven que tocaba el piano y componía versos furtivos. Soñaba con escapar de aquella jaula de cristal y  por un momento se sintió libre el día en que nació el ansiado varón sobre cuyos hombros recaería la responsabilidad de velar por mantener la hacienda e incluso se le exigiría ampliarla.

  Le gustaba rodearse de aquella legión de primas de su misma edad a través de las cuales podía tener contacto con la realidad de aquel pueblo perdido donde la mayoría tenía que deslomarse trabajando la tierra. Hacía tiempo que observaba a través de las celosías de su ventana aquel mundo que le era extraño y se preguntaba por qué le estaba prohibido relacionarse con todo aquel que no fuera de su sangre.

  Eran habituales las reuniones familiares en torno a cualquier acontecimiento, un cumpleaños, un bautizo…Y todas las bodas se celebraran allí con el beneplácito de su dueño, tal vez en el afán de hacer penitencia por sus antiguos pecados. Era el momento de admirar las bellezas que a los ojos de los jornaleros se engrandecían llegando a compararlas con lo más "chic" de la vieja Europa. Los frescos de sus paredes, las bañeras de mármol, el minarete del jardín, el teléfono y todas las últimas novedades y adelantos se podían encontrar en aquella casa tan alejada de la metrópoli.

  Una tarde plácida de finales de septiembre cuando la melancolía se va abriendo paso sobre la alegría del verano, las nubes se deslizan rápidamente y los tornasoles se van transformando en grises presagios. Un sonido enorme estremece la casa y un hilo de fuego recorre todas las habitaciones hasta llegar al grifo de la cocina donde en ese mismo instante Anita se dispone a tomar un vaso de agua…

  Las mil y una maravillas fueron traspasándose de generación en generación a través de los recuerdos de los familiares más humildes que no sin cierta veneración trasmitían sus beldades y engrandecían su leyenda, recordando desde la mirada juvenil aquellas reuniones a las que acudían teniendo que compartir un vestido y calzado adecuado por turnos para poder compartir tanta hermosura.

  Los ojos ancianos me trasmitieron la admiración no sin cierta tristeza por la desaparición de aquel lugar. También me contaron como algún vecino creía ver la figura de una joven en sus ventanas muchos años después cada noviembre. Cuentan que se oía el sonido leve de un piano en las tardes sonrosadas que presagian lluvia.


  La casa fue derruida con el afán de hacer desaparecer todo rastro incluso en la memoria de aquellos que fueron sus dueños y moradores. Con lo que nunca contaron fue con los recuerdos y la trasmisión oral que es lo único que hace que algo trascienda y no  muera.