Todas
las mañanas me levanto al amanecer, justo cuando el sol alcanza ese punto
naranja y cegador. De manera habitual abro la ventana, aspiro el aire fresco y tonificante y sin dilación me voy a la
cocina. Allí desayuno un tazón de leche humeante junto a unas tostadas con
mantequilla deliciosamente derretida sobre las cuales deposito de manera
estudiada dos cucharaditas de miel. Normalmente, me siento delante del ordenador e
intento trasladarme a lugares exóticos, hurgar en un mundo onírico, divagar
sobre la belleza femenina, ahondar en la
negrura de unos ojos o de una larga
melena…E incluso me atrevo a juguetear con el lenguaje. A continuación decido
desentumecer los músculos y bajar a las calles de mi pueblo. A esas donde
apenas encuentro a nadie a quien de manera rutinaria tener que saludar…
-¡Buenos días, Jenaro!
-¡Con Dios, don Manuel!
De vuelta a casa, el mismo itinerario. Sólo me
desvío para pasar por la plaza Mayor, la usual visita a la panadería, la
pescadería… Y me encuentro con la visión de un mar rojizo de cangrejos de río
que se revuelve en las cajas moviendo sus pinzas de manera convulsiva.
-Me
pone un kilo, por favor.
Cuando llego a casa pongo la olla a fuego
vivo y al mismo tiempo busco mi antiguo recetario, aquel que heredé de mi
abuela no hace mucho. Me sumerjo en las páginas de salsas. El sonido de la
bolsa desvía mi atención, la abro y sin saber cómo uno de esos pequeños
diablillos cosquillea por mi cuello, noto un ligero chasquido y descubro como
se siente uno al ser… Comido.