sábado, 28 de septiembre de 2013

Ser comido




  Todas las mañanas me levanto al amanecer, justo cuando el sol alcanza ese punto naranja y cegador. De manera habitual abro la ventana,  aspiro el aire fresco  y tonificante y sin dilación me voy a la cocina. Allí desayuno un tazón de leche humeante junto a unas tostadas con mantequilla deliciosamente derretida sobre las cuales deposito de manera estudiada dos cucharaditas de miel.  Normalmente, me siento delante del ordenador e intento trasladarme a lugares exóticos, hurgar en un mundo onírico, divagar sobre la belleza femenina, ahondar  en la negrura de unos ojos  o de una larga melena…E incluso me atrevo a juguetear con el lenguaje. A continuación decido desentumecer los músculos y bajar a las calles de mi pueblo. A esas donde apenas encuentro a nadie a quien de manera rutinaria tener que saludar…

   -¡Buenos días, Jenaro!

   -¡Con Dios, don  Manuel!

    De vuelta a casa, el mismo itinerario. Sólo me desvío para pasar por la plaza Mayor, la usual visita a la panadería, la pescadería… Y me encuentro con la visión de un mar rojizo de cangrejos de río que se revuelve en las cajas  moviendo sus pinzas  de manera convulsiva.

   -Me pone un kilo, por favor.

   Cuando llego a casa pongo la olla a fuego vivo y al mismo tiempo busco mi antiguo recetario, aquel que heredé de mi abuela no hace mucho. Me sumerjo en las páginas de salsas. El sonido de la bolsa desvía mi atención, la abro y sin saber cómo uno de esos pequeños diablillos cosquillea por mi cuello, noto un ligero chasquido y descubro como se siente uno al ser… Comido.

lunes, 23 de septiembre de 2013

Malentendido Neruda

  
 
    Los trenes de hoy en día carecen del romanticismo de antaño. Añoro ese traqueteo que te mece y hasta parece que te acuna. Ver desfilar los árboles sin que te dé tiempo a reconocerlos. Llevo ya casi cuatro horas intentando cerrar los ojos, pero nunca he logrado dormir tan profundamente como el viajero que tengo enfrente. Su indolente vulnerabilidad me asombra. Sus gafas redondas resbalan por su pequeña nariz y el periódico “Blesk” está a punto de caer de una de sus manos, mientras con una fuerza inexplicable se aferra a su viejo maletín entreabierto con la otra. De éste cae suavemente una hoja mecanografiada al suelo. Miro al pasillo, hacia la izquierda y hacia la derecha. Desde mi asiento sólo logro alcanzar a leer: Neruda. Me sorprende el descubrimiento. El viajero cambia de postura, se remueve en el asiento. Desvío la vista hacia la ventanilla y observo mi propio reflejo. Ladeo mi boina gris. El río  discurre paralelo a las vías y  apacible recoge las hojas del otoño.
 
-¡Passaport, prosim! – dice enérgicamente el policía.
 
    Me apresuro a buscar mi identificación. El agente sonrosado me mira al mismo tiempo que observa la foto. Me la devuelve con desdén. Entretanto mi compañero de viaje aparece perfectamente sentado y con la mejor de sus sonrisas le enseña su tarjeta de identidad. Como por arte de magia el folio ha desaparecido del suelo y su cartera está cerrada.
   Saco mi libreta de notas y simulo leer en voz alta: ”Para que tú me oigas mis palabras se adelgazan a veces como las huellas de las gaviotas en las playas…” Mi acompañante me mira con una sonrisa bobalicona y seguidamente consulta su reloj. La voz en off anuncia la próxima estación. El hombre me enseña la hoja y me señala con el dedo: ¿Jan Neruda, Malá Strana 47. Praha?  
 

viernes, 13 de septiembre de 2013

Venecia, al fin


                                          
 
  Los latidos de mis sienes me desesperan y esa sensación de amago de náuseas que es peor que las propias náuseas. Los escalofríos recorren mi cuerpo y casi no siento los dedos sobre las teclas. Entreabro los ojos encandilados por la tenue claridad. Una gota se desliza patinando sobre el cristal, lo hace tristemente, despacito, zigzagueando y va a morir en la madera envejecida de la ventana. Sus compañeras la siguen igual de torpes.
   La mañana es fría y gris, los chopos sin hojas simulan figuras fantasmagóricas entre la niebla del amanecer. Así es la luz de Bruselas. El olor a café recién hecho inunda la cocina pulcra y ordenadísima. Como cada mañana saboreo despacito, sorbo a sorbo y mojo las galletas María en el tazón siguiendo un no sé qué rito doméstico. Mi mirada parece estar a kilómetros de allí. De nuevo una arcada, por qué me habré empeñado en desayunar…El aroma a cuscús del restaurante de abajo acaba por convencerme de que no merece la pena intentarlo. A pesar de lo que diga mi abuela saldré a la calle con el estómago vacío.
   Cojo la cartera y el abrigo, y me deshago de las zapatillas de mopa para enfundarme las botas de piel. Bajo las pequeñas escaleras que me llevan a la calle  que está llena de charcos y de transeúntes con cara avinagrada. Ahora entiendo por qué llaman belgas a esa raza de canarios tan desgarbados y feos. El tintineo del tranvía me despierta de mis profundos pensamientos de filosofía barata. Me pongo a la cola. Esta mañana parece que todo el mundo se ha decidido a salir al mismo tiempo. Apretujo la cartera contra mi pecho. Me apeo en la sexta y me dirijo a la  ciudad baja justo a la Grand Place. Entre el ir y venir de la gente busco un sitio estratégico donde el sol mañanero suela calentar y el turista fije la vista. Las notas de mi clarinete se desparraman por el aire mientras siento la calidez de la música. Me reconfortan. Es el único momento del día en que me siento vivo en esta ciudad. Recorren mis venas, se expanden a través de mi circulación sanguínea, a través de los interminables canales de mi anatomía. Mi cuerpo, Venecia al fin, se retuerce y estremece en una danza parkinsoniana y maldita, y soy feliz.
 

miércoles, 4 de septiembre de 2013

Amor de hijo




                                        
 La llave gira casi imperceptiblemente .Una mirada rápida y  fugaz hacia la izquierda…, hacia la derecha. Se desliza por la pequeña abertura. No enciende la luz, ¿para qué? ¿Acaso eso iba a clarificar sus ideas? No, mejor así.  ¿No es el Reino de las Tinieblas donde se mueven las criaturas malditas?  Maldito, sí. ¡Malditos ellos! Ella  y su sonsonete: “Hijo, te veo mala cara ¿Estás seguro de que comes bien? Te he preparado algo. Llévatelo, por favor. No te acuestes tan tarde…Ya te imagino con tus librotes, ¿no entiendo qué tienen? ¿Cuántas veces los has leído? ¿Y ese que dice tantas barbaridades? No recuerdo el título… Ya me lo decía tu abuela, -Ese niño necesita el aire. Los libros no son buenos, le llenan de pajaritos la cabeza y luego ya se sabe…Quiero saber dónde esto, lo otro y lo de más allá-. Mi madre sí que sabía criar hijos ¡Cuánto la echo de menos! Era una santa y hay que ver como la querían todas las vecinas, y es que ella ¡Era tan generosa! Porque siempre que había alguien enfermo ella nunca faltaba, allí iba  con su cajita de bombones  y sus flores, y si había que darle una vuelta a la casa se la daba ¡Qué caray! Siempre recuerdo el día en que murió ¡Fue tan bonito! No faltó nadie, ¡nadie! Y lo que dijo don Pablo…” 
   La sangre tiene una textura especial, cuando cae lo hace con parsimonia como si toda la vida fuera transportada a través de ella. Es tibia, cálida.
    Sus pasos sordos recorren el largo pasillo hasta llegar a la última de las habitaciones. Se deshace de la chaqueta, luego del jersey. Lanza el periódico sobre la cama aún deshecha y arrebujada. Todavía huele a perfume barato. Abre la ventana y enciende la pequeña lámpara. Sobre la mesa un libro abierto: “…, vi la circulación de mi oscura sangre, vi el engranaje del amor y la modificación de la muerte, vi el Aleph, desde todos los puntos, vi  en el Aleph la tierra, vi mi cara y mis vísceras, vi tu cara, y sentí vértigo y lloré, porque mis ojos habían visto ese objeto secreto y conjetural, cuyo nombre usurpan los hombres, pero que ningún hombre ha mirado: el inconcebible universo…”