sábado, 3 de noviembre de 2018

El sombrero



A mi abuela Nieves.





Por las calles empedradas de cayados que un buen día la mar permitió usar, suele crecer la hierba sobre todo en invierno. En el verde se pueden encontrar maravillas: caracoles saludando al sol, hileras de hormigas que se afanan en trasladar los pequeños granos de trigo que los hombres en su trajín de fardos dejan caer e incluso cagarrutas del numeroso trasiego de los rebaños que tintinean y llaman al desayuno.
Hoy he cumplido los nueve años y salto los escalones de madera de tres en tres. Doña Clementina debe de estar ya por la puerta pues escucho los badajos alegres, quiero ser la primera. En mi mano, la cántara se balancea aboyada y descascarillada. Allí está ella, brazos en jarra, mirándome entre socarrona y seria. Sin intercambiar una sola palabra me la saca de las manos, se arremanga y se sube las enaguas para estar más cómoda acuclillada ejerciendo su oficio. Lo que escucho acelera el ruido de mis tripas que ya desde hace rato suenan sin piedad. Siento el calorcito del líquido por mi garganta que llega a mi estómago y lo calma.
Hoy, a pesar de todo es un día diferente. Las campanas de la parroquía repican distinto. Mi mirada busca la celosía verde de la ventana que deja entrever unas manos ágiles armadas de dedal y aguja dando puntadas de presilla. Aquel mantel cubrirá lujosas mesas del Nuevo Mundo y ofrecerá viandas a quienes jamás sospecharán que llevan aromas de un Atlántico lejano. Detrás de las manos una mirada risueña y pícara me observa y me llama.
Sobre la silla hay un hermoso sombrero lleno de lazos, flores y encajes. Es una pequeña pamela que ha sido depositaria de numerosas horas de trabajo robadas a los interminables quehaceres diarios.

-¿Mamá, para quién es ese sombrero?

-Para ti. Esta tarde lo llevarás a la procesión.

Lo miro son resignación. No soy capaz de negarme a llevar semejante engorro, pero el esfuerzo ha sido mucho y sé que no puedo decir palabra.
Las tenacillas manejadas con habilidad dan forma a los tirabuzones negros que se deslizan por mi cara.



Desde el fondo de la cuesta, ya se oye el bullicio. En la plaza hay paseo con música y las muchachas enlazadas entre ellas dan vueltas alrededor de la pila central. Justo enfrente de ellas, los pequeños grupos de militares imberbes realizan la misma maniobra.
Cuando corro calle abajo, tengo que sujetar el sombrero que me aprieta la barbilla con un enorme lazo. Hoy es un día grande, fiesta de La Naval y en el recinto hay una gran animación. Lástima que tenga que pagar el tributo de cargar con semejante tocado.
La música se detiene y comienza en el repicar de campanas de la torre. Solo se escucha una vez al año y en el día de hoy. La procesión se inicia y yo me escabullo entre la gente que con mirada piadosa se persigna y juguetea nerviosa con las bolitas de sus rosarios.
Ya no sé qué hacer con este maldito sombrero, la cabeza me pica y me rasco con los dedos hurgando por mis sienes. Entre el murmullo de la multitud logro escuchar un sonido que a pesar de serme familiar hoy me parece más nuevo que nuca. El chorrito donde todas las mañanas guardo cola para llenar los baldes, hoy me parece música celestial. Sonrío feliz y meto la cabeza debajo del gorgoteo refrescante. Por fin he logrado deshacerme de mi tortura.


domingo, 6 de mayo de 2018

La tela de araña




Justo cuando el sol cae de plano, en pleno mediodía, la tela mece a su dueña. Solo en ese momento se muestra visible y destaca sobre el fondo oscuro de la madera del techo del que también pende una incipiente rama de hiedra. Cuando la miro me preguntó por qué habrá elegido ese preciso lugar esquinado. Las gotas de lluvia también son su enemigo pues como en un collar, se enhebran dando visibilidad a la trampa mortal.

Cuando subía las largas escaleras solía cambiar su postura, dejaba de dar los saltitos característicos de su forma de caminar y una nube de parsimonia lo envolvía. Parecía como si una pátina de seriedad lo recubriera como por arte de magia con tan solo pisar el primer peldaño. Tenía muy claro que una cosa era el trabajo y otra su vida. Era como si este lugar no formara parte de su mundo, el real. De fondo sonaba "True" de Spandau Ballet ¡Bonita ironía! ."Le compré un boleto al mundo..."
Odiaba los "malos rollos" y tan solo el pensar que tenía que enfrentarse a ellos le producía dolor en el estómago.
Aquella mañana de lunes entró con energía y decidido a que todo cambiara. Ya no lo soportaba más, no quería seguir siendo el árbitro de aquel partido de tenis cuyas protagonistas lanzaban la pelota cada vez más rápido. El último "Ace" había sido determinante. Tenía que solucionarlo aunque no sabía cómo. - "Buenos días, Mary Ann"- intentó decirlo de la forma más aséptica posible pues desconocía si hoy teníamos jaqueca o mal de amores. - "Buenos días, Elvis"- contestó sin levantar la vista y casi sin mover los labios. Él suspiró profundamente e intentó disimular su malestar. Se sentó en su puesto y prosiguió con sus pensamientos, buscando maquiavélicas soluciones. En cinco minutos entró en la sala Marga, arrolladora como siempre. -"Buenos días a todos, menos a una"- y miró de reojo buscando el efecto de sus palabras. Esto ya era demasiado, pensó.

La araña se mueve por el hilo dando la sensación de torpeza, incluso parece caminar hacia atrás o mejor dicho de lado, igual que un cangrejo diminuto. Las ondas vibratorias que se producen en su tela la avisan de que el primer plato ya está listo. Y su víctima se mueve desesperadamente y en su inocencia no se da cuenta de que está hilvanando su destino hacia una muerte segura.

A Elvis ya solo le quedaba una última carta que jugar. Sentía asco de sí mismo, pero no había otra solución. Intentó recordar cómo lo hacía normalmente, estaba algo desentrenado. Hacía tiempo que no jugaba y eso quieras o no, se nota. Mary Ann se levantó hacia el dispensador de agua cercano y llenó su vaso, inclinándose levemente hacia este. Él la siguió con la vista y decidió actuar. -"Qué calor hay estos días, creo que hoy ya me he bebido tres litros de agua"- mientras lo decía le tocó con suavidad la cintura y le dedicó la mejor de sus sonrisas. Ella, por un momento lo miró sorprendida, pero rápidamente sus facciones se relajaron y le devolvió la suya.

"Vaya, parece que funciona"- pensó mirando la pantalla del ordenador, cavilando acerca de cuál sería el siguiente paso. Las mujeres con las que compartía la estancia, parecían haber firmado un pacto de no agresión momentáneo, al menos Mary Ann había dejado su gesto serio.

El arácnido se muestra repentinamente ágil y se desliza con rapidez hacia su presa, la envuelve rápidamente en su tela pegajosa, dejándola en estado catatónico. Se frota las patas sintiendo en sus papilas gustativas el sabor del banquete que le espera.

Mary Ann se acercó a su mesa con algunos folios en la mano, él levantó la vista y se encontró con su escote.- "¿En qué momento había desparecido el suéter de cuello cisne de esta mañana?- pensó. -"Elvis, necesito que me ayudes. Tengo un problema y no veo el modo de solucionarlo"- "Sí, claro. Dime"- contestó. Ella miró hacia los lados y acercó los labios a su oído. "Prefiero, comentarlo en otro sitio". La miró sorprendido y asintió.

Aquello quizás estaba yendo demasiado lejos, pero él había hecho la primera jugada y ahora ella estaba moviendo sus fichas. La siguió por el pasillo hasta un lugar más privado. Ella frenó en seco, se volvió y le metió la lengua hasta las entrañas.

La araña estaba entretenida degustando su festín. Las gotas de lluvia habían hecho más pesados los hilos que ya casi rozaban la tierra. Con gran elegancia y delicadeza un insecto se movía bebiendo el agua que caía lentamente, sus pasos casi eran imperceptibles. Miró fijamente la escena y juntando sus patas delanteras a modo de oración previa, de un salto los engulló.




martes, 17 de abril de 2018

" A veces"





Me pides palabras
pero a veces
nada fluye por mis venas.
Tampoco a veces
estoy dispuesta a darlas.
Las quiero mucho
como para liberarlas.
Remolinos de silencio
a veces
me invaden.
Remolinos de hojas
que me trae la brisa a la cara.
Gotas de agua, olas y mar.
Sombras de hormigas 
que a veces
se desplazan por el suelo.
Brujitas deshaciéndose
y a veces,
moras secas.
A las sábanas blancas 
a veces
las mueve el viento,
y se vuelven medusas
que se transforman en
cristales,
en añicos de flores secas.
Entonces,
y solo a veces,
mares de tinta
me invaden.



sábado, 3 de marzo de 2018

Crecer




Cogió el paquete, lo observó y fantaseó acerca de su contenido. Era una mañana de Reyes en que todos habían ido a la casa de los abuelos como era costumbre. Sus hermanas alegres intentaban abrir su regalo, era enorme y en su envoltura se encontraban los nombres de ambas. Era un regalo para compartir.
Ella seguía pensando en qué contendría el suyo, lo volteó varias veces, lo agitó. Parecía un rodillo. Con el rabillo del ojo, seguía mirando como las niñas rasgaban el papel por el que se vislumbraba un color rojo acharolado y muy brillante.
Miró de nuevo lo que tenía entre las manos ¿Sería un emboque o perinola? Algo hacía que no se decidiera a abrirlo. Las niñas daban palmadas de alegría: "¡La cama para las Nancys!" Rompió el papel de color beige con pequeñas margaritas y cogió el cepillo para el pelo. Miró hacia los lados y escrutó con su mirada a los mayores que las rodeaban. Giró el cepillo hacia todos los lados.
Fue justo en ese momento cuando se dio cuenta de que su visión de sí misma no coincidía con la de los demás. Intentó contener sus lágrimas, pero no pudo. Al fin y al cabo, tan solo era una niña de once años.