A mi abuela Nieves.
Por las calles empedradas de cayados que un buen día la mar permitió
usar, suele crecer la hierba sobre todo en invierno. En el verde se
pueden encontrar maravillas: caracoles saludando al sol, hileras de
hormigas que se afanan en trasladar los pequeños granos de trigo que
los hombres en su trajín de fardos dejan caer e incluso cagarrutas
del numeroso trasiego de los rebaños que tintinean y llaman al
desayuno.
Hoy he cumplido los nueve años y salto los escalones de madera de
tres en tres. Doña Clementina debe de estar ya por la puerta pues
escucho los badajos alegres, quiero ser la primera. En mi mano, la
cántara se balancea aboyada y descascarillada. Allí está ella,
brazos en jarra, mirándome entre socarrona y seria. Sin
intercambiar una sola palabra me la saca de las manos, se arremanga y
se sube las enaguas para estar más cómoda acuclillada ejerciendo su
oficio. Lo que escucho acelera el ruido de mis tripas que ya desde
hace rato suenan sin piedad. Siento el calorcito del líquido por mi
garganta que llega a mi estómago y lo calma.
Hoy, a pesar de todo es un día diferente. Las campanas de la
parroquía repican distinto. Mi mirada busca la celosía verde de la
ventana que deja entrever unas manos ágiles armadas de dedal y aguja
dando puntadas de presilla. Aquel mantel cubrirá lujosas mesas del
Nuevo Mundo y ofrecerá viandas a quienes jamás sospecharán que
llevan aromas de un Atlántico lejano. Detrás de las manos una
mirada risueña y pícara me observa y me llama.
Sobre la silla hay un hermoso sombrero lleno de lazos, flores y
encajes. Es una pequeña pamela que ha sido depositaria de numerosas
horas de trabajo robadas a los interminables quehaceres diarios.
-¿Mamá, para quién es ese sombrero?
-Para ti. Esta tarde lo llevarás a la procesión.
Lo miro son resignación. No soy capaz de negarme a llevar semejante
engorro, pero el esfuerzo ha sido mucho y sé que no puedo decir
palabra.
Las tenacillas manejadas con habilidad dan forma a los tirabuzones
negros que se deslizan por mi cara.
Desde el fondo de la cuesta, ya se oye el bullicio. En la plaza hay
paseo con música y las muchachas enlazadas entre ellas dan vueltas
alrededor de la pila central. Justo enfrente de ellas, los pequeños
grupos de militares imberbes realizan la misma maniobra.
Cuando corro calle abajo, tengo que sujetar el sombrero que me
aprieta la barbilla con un enorme lazo. Hoy es un día grande, fiesta
de La Naval y en el recinto hay una gran animación. Lástima que tenga
que pagar el tributo de cargar con semejante tocado.
La música se detiene y comienza en el repicar de campanas de la
torre. Solo se escucha una vez al año y en el día de hoy. La
procesión se inicia y yo me escabullo entre la gente que con mirada
piadosa se persigna y juguetea nerviosa con las bolitas de sus
rosarios.
Ya no sé qué hacer con este maldito sombrero, la cabeza me pica y
me rasco con los dedos hurgando por mis sienes. Entre el murmullo de
la multitud logro escuchar un sonido que a pesar de serme familiar
hoy me parece más nuevo que nuca. El chorrito donde todas las
mañanas guardo cola para llenar los baldes, hoy me parece música
celestial. Sonrío feliz y meto la cabeza debajo del gorgoteo
refrescante. Por fin he logrado deshacerme de mi tortura.