La cuesta se empina, se alarga y
llena de piedras a un mismo tiempo. La maleza casi cierra la vereda. El calor
es bochornoso pero los pies suben ligeros y felices. Es la aventura del día y
en la cima está el premio. Los vencejos rozan mi cabeza osados y a mis pies, el
mar. El mar que es camino hacia el mundo con estelas plateadas que lo surcan.
Aparecen las bandadas de toninas
juguetonas, piratas atlánticas retadoras que con contagiosa alegría saltan y
muestran la espumosa y brillante huella de su recorrido.
Caminos que llevan a la
América caribeña, a la
otra isla añorada al mismo tiempo lejana y presente.
Las abejas zumbonas liban ebrias el néctar de la zarza multicolor que bordea
el sendero. El olor siempre me produce el mismo dolor de cabeza, es penetrante
y empalagoso, aligero el andar y casi sin respirar eludo la belleza de esa
planta para mí maldita.
Allí está la casa grande. La miro, parece un castillo de almenas rojas y
blancas. La verja es seductora e intrigante, la empujo, chirría y al fondo
encuentro un canapé incrustado en la pared con una inscripción hecha con mano
temblorosa que dice:
“Aquí estuvo quien te está
recordando y narrando en este instante…”