Y entonces lo miró con aire circunspecto. Lo
volteó concienzudamente, calibró su peso y medida. Meditó de nuevo unos instantes,
consultó a sus compañeros más cercanos. Trató de entender sus gestos. Cerró los
ojos, habló para sí mismo y volvió de nuevo a mirarlo. Su cara se tornó oscura,
frunció el gesto y se perdió.
Comenzó a sacudir los brazos, se frotó la
frente, chasqueó los dedos. Observó la herramienta, la mordisqueó comprobando
su dureza y se rascó con ella la oreja.
Lanzó una sonrisa cómplice al de al lado, miró
hacia el suelo y contó mentalmente los granitos de las baldosas del piso.
Al fin se cruzó de brazos, recostó su cabeza
y se rindió.