viernes, 18 de octubre de 2013

Fefé y sus perros


 
 
 
 
En las afueras de la pequeña ciudad, a medio camino entre lo considerado campo y lo considerado urbe, vive un pequeño personaje entre cómico y siniestro, Fefé. Siempre vestido con un mono azul de mecánico semirroído y un jersey oscuro no por su color sino por el paso del tiempo y la roña. Su cabeza está cubierta por un boina que no desentona con el resto de su indumentaria  y en su sempiterna sonrisa se muestra un único diente que asoma desde unos labios finos y babeantes. Al hombro, un saco deshilachado  y cargando no se sabe qué. Sólo quiere la compañía de sus perros y de algunas cabras que sobreviven igual que él en la ladera del barranco.

   Como todas las mañanas, nada más amanecer, sintiendo los rayos tibios sobre su rostro desciende por el cauce, saltando de roca en roca, se aproxima ya a las primeras casas. Puede ver los enormes laureles de indias que rodean el Centro de Salud, sabe que ya está en el límite de su territorio, se vuelve y dirige su mirada hacia los animales que siguen sus pasos dócilmente. Con un pequeño movimiento de cabeza hace que éstos se detengan y allá atrás, los perros engruñan sus ojos cegados por el sol que les da de frente y muestran sus dientes, jadeantes.

   Fefé se endereza, se alisa el pantalón y se sacude el polvo de encima y con ágiles movimientos de sus manos se enchancleta correctamente las alpargatas, sin importarle que de una de ellas nazca una uña morada. Retoma el camino polvoriento y atisba a los primeros transeúntes que se acercan a un kiosco verde de cartón piedra que está justo donde aparecen las huellas del primer asfalto. Las mesas de formica desvencijada  que lo rodean  están llenas de gentes de diversa condición y de los habituales clientes de la casa: Pepa la pescadera, Antonio el churrero y algunos otros comerciantes de los puestos de la vecina plaza del mercado.

     Pide un café, lo paladea, se enjuaga la boca con el líquido caliente como si así lograra que todos los poros de su cuerpo sintieran el mismo calor que la mucosa de su boca.

 

- ¿Qué tenemos hoy, Aristeo? – logró pronunciar, escupiendo saliva veteada por los restos del café.

- ¡Hoy madrugaste…  y por eso vas a tener suerte, maldito! Hay que ir al muelle y recoger unos sacos de cebollas ¿Hace el negocio?

- ¿Cuánto?

- Cinco duros y el café.

-¡En paz!

 

      Fefé, contando las monedas, babea de avaricia. Saca del saco un gurruño de periódico y lo abre lentamente, como si perdiera alguna de las letras de éste.  Las envuelve y  las guarda.

 

       Con incipientes curvas y coleta tensa, la muchacha cruza la calle ligera con la maleta en la mano. Mira a un lado y a otro, y al llegar a la acera cercana cruza su mirada con un desconocido. Oye los pasos a su espalda,  nota unos ojos que se clavan en su nuca y  una fuerte respiración cercana. Siente  el corazón  acelerado y una extraña sensación de ahogo…

 

      Una figura oscura  y oscilante como un péndulo despierta los ladridos de los perros. Regresa a su cubil. La cueva está tibia, el vaho de los animales la calienta. Se echa sobre el colchón carcomido y entra en un profundo sopor.

 

 
 
 

miércoles, 9 de octubre de 2013

Angelitos


Una sonrisa enigmática en una cara regordeta y mofletuda con una chispa gélida en la mirada, colgaba de la pared del dormitorio principal sobre la cabecera de la cama.

  La niña entra en la habitación de puntillas, queriendo pasar inadvertida y sin atreverse a mirar directamente a aquel angelote que la sigue con la vista desde su perspectiva de poder…

  Vuelve a su enorme cuna de madera, cuna con historia, heredada de generación en generación. Huye del ángel padre y se refugia en los brazos del ángel niño:

 

   “Ángel de la guarda,

     dulce compañía

     no me desampares

     ni de noche ni de día,

     no me dejes sola

     que me perdería…”

 

  Cierra los ojos, tiembla. De nuevo esos pasos, esos susurros que se acercan cada vez más…La niña se acurruca con fuerza y se hace un ovillo, quiere desaparecer, hacerse invisible…Pasos cansinos, sonidos de cacerolas en la cocina cercana. Se tapa los oídos.

   -¡Mamá! ¡Mamá!

   -¡Duérmete…!

   -¡Ven, mamá!

   -Vamos a dormir, reza conmigo:

 

   “Cuatro esquinitas tiene mi cama

     cuatro angelitos que me acompañan”

 

  La niña se sosiega, entra en un profundo sueño, los párpados le pesan como una losa…  

Amanece un nuevo día. Un rayo polvoriento de luz penetra en la habitación. El color blanco de la pequeña caja encandila a los presentes.

     -¡Angelito!

     -¡Dios la tiene en su seno!

     -Y la Virgen, un nuevo querubín en su corte celestial...