Salía mordisqueando un pitillo con parsimonia, odiaba aquella rutina
que lo asfixiaba. El mismo recorrido, los mismos coches, incluso
diría que hasta las mismas caras de conductores que giraban en la
rotonda donde cada mañana y como si fuera una esfinge,
se detenía a mirar el horizonte sacrificado por aquellos
contenedores abandonados a su suerte en el muelle cercano.
Había elegido este destino, sabía que era el culpable de su
soledad. Le gustaba llegar temprano, él era de
tierras frías y le parecía un lujo poder salir a las siete de la
mañana de un dos de diciembre en mangas de camisa. Eso sí, de color
negro.
Se sentía cómodo con su uniforme y eso que detestaba todo lo que fuera
igualatorio y anodino, si se marchó de su pueblo fue porque estaba
harto de la tierra llana y sin sorpresas en la que vivía. Castilla
es una tierra dura, áspera y austera, y fue por eso por lo que buscó el mar.
Odio esos contenedores, se dijo a sí mismo.
Allí está. Los faros se detuvieron a su lado, de un salto se
introdujo en el vehículo y masculló un buenos días desabrido.
Recibió con el mismo entusiasmo un saludo.
Las luces amarillentas desfilaron una una, iluminándole de vez en
cuando la cara y dando a sus canas un aspecto desaliñado. En su
recorrido observó la plantación de plátanos y papayas que le
ofrecía la primera satisfacción visual. Fue por cosas como estas
por las que había elegido este lugar.
El coche aparcó donde siempre, justo al lado de una pared color
salmón. La edificación aunque imite la arquitectura local, siempre
le había parecido fea. De todos modos era un privilegiado. Había
podido poner "tierra de por medio" y con eso le bastaba.
Puso su bolso en el armarito, se atusó el pelo que mojó
ligeramente. Se observó en el espejo, colocó el cuello de la camisa
en el lugar correcto, comprobó que la tarjeta indicativa de su
nombre no tapaba el anagrama de su uniforme: "Paradores
Nacionales". Esbozó una sonrisa fingida y se dirigió a la
recepción. Todo estaba listo para una nueva función.