Los latidos de mis sienes me desesperan y esa
sensación de amago de náuseas que es peor que las propias náuseas. Los
escalofríos recorren mi cuerpo y casi no siento los dedos sobre las teclas.
Entreabro los ojos encandilados por la tenue claridad. Una gota se desliza
patinando sobre el cristal, lo hace tristemente, despacito, zigzagueando y va a
morir en la madera envejecida de la ventana. Sus compañeras la siguen igual de
torpes.
La mañana es fría y gris, los chopos sin
hojas simulan figuras fantasmagóricas entre la niebla del amanecer. Así es la
luz de Bruselas. El olor a café recién hecho inunda la cocina pulcra y
ordenadísima. Como cada mañana saboreo despacito, sorbo a sorbo y mojo las galletas
María en el tazón siguiendo un no sé qué rito doméstico. Mi mirada parece estar
a kilómetros de allí. De nuevo una arcada, por qué me habré empeñado en
desayunar…El aroma a cuscús del restaurante de abajo acaba por convencerme de
que no merece la pena intentarlo. A pesar de lo que diga mi abuela saldré a la
calle con el estómago vacío.
Cojo la cartera y el abrigo, y me deshago de
las zapatillas de mopa para enfundarme las botas de piel. Bajo las pequeñas
escaleras que me llevan a la calle que está
llena de charcos y de transeúntes con cara avinagrada. Ahora entiendo por qué
llaman belgas a esa raza de canarios tan desgarbados y feos. El tintineo del
tranvía me despierta de mis profundos pensamientos de filosofía barata. Me
pongo a la cola. Esta mañana parece que todo el mundo se ha decidido a salir al
mismo tiempo. Apretujo la cartera contra mi pecho. Me apeo en la sexta y me
dirijo a la ciudad baja justo a la Grand Place. Entre el
ir y venir de la gente busco un sitio estratégico donde el sol mañanero suela
calentar y el turista fije la vista. Las notas de mi clarinete se desparraman
por el aire mientras siento la calidez de la música. Me reconfortan. Es el
único momento del día en que me siento vivo en esta ciudad. Recorren mis venas,
se expanden a través de mi circulación sanguínea, a través de los interminables
canales de mi anatomía. Mi cuerpo, Venecia al fin, se retuerce y estremece en
una danza parkinsoniana y maldita, y soy feliz.
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