Los trenes de hoy en día carecen del romanticismo de
antaño. Añoro ese traqueteo que te mece y hasta parece que te acuna. Ver
desfilar los árboles sin que te dé tiempo a reconocerlos. Llevo ya casi cuatro
horas intentando cerrar los ojos, pero nunca he logrado dormir tan
profundamente como el viajero que tengo enfrente. Su indolente vulnerabilidad
me asombra. Sus gafas redondas resbalan por su pequeña nariz y el periódico
“Blesk” está a punto de caer de una de sus manos, mientras con una fuerza
inexplicable se aferra a su viejo maletín entreabierto con la otra. De éste cae
suavemente una hoja mecanografiada al suelo. Miro al pasillo, hacia la
izquierda y hacia la derecha. Desde mi asiento sólo logro alcanzar a leer:
Neruda. Me sorprende el descubrimiento. El viajero cambia de postura, se
remueve en el asiento. Desvío la vista hacia la ventanilla y observo mi propio
reflejo. Ladeo mi boina gris. El río
discurre paralelo a las vías y
apacible recoge las hojas del otoño.
-¡Passaport,
prosim! – dice enérgicamente el policía.
Me apresuro a buscar mi identificación. El
agente sonrosado me mira al mismo tiempo que observa la foto. Me la devuelve
con desdén. Entretanto mi compañero de viaje aparece perfectamente sentado y
con la mejor de sus sonrisas le enseña su tarjeta de identidad. Como por arte
de magia el folio ha desaparecido del suelo y su cartera está cerrada.
Saco
mi libreta de notas y simulo leer en voz alta: ”Para que tú me oigas mis
palabras se adelgazan a veces como las huellas de las gaviotas en las playas…” Mi
acompañante me mira con una sonrisa bobalicona y seguidamente consulta su
reloj. La voz en off anuncia la próxima estación. El hombre me enseña la hoja y
me señala con el dedo: ¿Jan Neruda, Malá Strana 47. Praha?
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