Había pasado mucho tiempo desde la última
vez. Los trazos se deslizaban en el papel deteniéndose solo ante las
irregularidades que en forma de pequeños nudos interrumpían aquel baile de
tinta. Desde pequeño, solía morderse la lengua en un rictus de concentración.
Su mente volaba y se imaginaba la cara de aquel que recibiría la misiva. De
generación en generación se había transmitido aquel arte, hoy casi extinto. No
recordaba el día en que todo aquello empezó. Su abuelo le había cogido la mano
en sus primeras veces con firmeza, le mostraba el camino en aquel inmenso lago
color marfil por el que tenía que trazar aquellas líneas que de manera mágica
hacían surgir maravillosas figuras. Le había explicado que aquellos signos
formarían diferentes y caprichosas cadenas que proporcionarían al que lograra
descifrarlas el descubrimiento de mundos lejanos, ideas sublimes y hasta
mensajes de amor.
El niño no lograba entender aquello, solo
seguía embobado mirando la pluma y aquellos trazos indescifrables para él. Todavía
aquello del amor le quedaba lejos.
Y fueron pasando los días, los meses y los
años desde aquellas tardes en que fantaseaba con las líneas de tinta. Se había
convertido en un hombre y ya ni siquiera
recordaba que se podía escribir con pluma. Llevaba años con la misma rutina, solía
coger la bicicleta para dirigirse a su trabajo en una pequeña oficina. Allí encendía el ordenador mientras se quitaba los guantes y repasaba distraído delante de la pantalla, las líneas del periódico en busca de los gazapos del
día. Aquello se había convertido en algo monótono. Las mismas erratas, las
mismas tildes en “vio, dio y fue” y casi nunca encontraba errores que le
supusieran un desafío. Cuando comenzó a trabajar, se sentía entusiasmado corrigiendo
los errores de los demás, cada día había algo nuevo que descubrir. Sin embargo,
hacía tiempo que no encontraba nuevos retos.
Miró casi de reojo el aparato cuando dejaba su abrigo en el respaldo de la silla y allí estaba. Se le mostró en letras
grandes y en negrita formando parte de un titular: PENDOLISTA. No lograba entender aquella oración: “Desaparece el
último pendolista”. Estaba seguro de que allí había una incorrección. ¿Qué es
un pendolista? ¿Alguien que repara los péndulos de un reloj o algo así? El
pequeño artículo, casi una simple reseña, continuaba con poca información. Solo
una referencia a la edad del fallecido y al lugar del funeral. Continuó con
dudas y decidió hurgar en Internet, tecleó la palabra y allí apareció en la
primera entrada: “Persona que escribe con muy buena letra”. Dio un respingo y
sintió la sensación de caer en un pozo que lo trasladaba al pasado, volvió a
escuchar la voz de aquel que tantas veces le insistió en la importancia de las
letras y sobre todo, de las palabras. Recordó la cajita de madera que este le
había regalado y que guardaba en alguna parte. Abrió con prisas las gavetas de
su escritorio, rebuscó atropelladamente en la primera, en la segunda y en la
tercera…Y allí estaba. En su tapa se leía, “Péndula Copperplate”. La abrió
despacio y con la sensación de estar renovando viejos votos. La vieja
estilográfica que había olvidado se le mostró tal como era, antigua y elegante.
La cogió con delicadeza, la miró como quién lo hace por primera vez, volvió a
deslizar su punta en la página en blanco. La tinta no se había secado y sintió
de nuevo la maravillosa sensación. Ese fue el instante en que aquel titular
dejó de tener sentido.
Me gustó muchísimo. No me extraña que en algún momento nos sorprendas con una excelente novela.
ResponderEliminarÉxito !!!!
Eso ya son palabras mayores. Muchas gracias, Irene.
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