Sobre el
mantel de cuadros miraba los pequeños vasos con “limoncello”. La estancia me
recordaba al laboratorio de una “mamma” italiana en la que los pucheros olían a
orégano y albahaca. El cabeza de familia se volvió hacia nosotros y con sus enormes ojos nos relató las andanzas americanas de un pariente
cualquiera. Todos nos reímos e interiormente recordamos a nuestro particular aventurero familiar. Tenía
una capacidad sorprendente para articular cada palabra y hacer que cada uno de
nosotros contuviéramos la respiración en espera de la siguiente, pues detrás de
cada una de ellas podría aparecer una sorpresa. No necesitaba acompañarse de
ningún gesto, solo la expresividad de aquellos ojos nos guiaba en la historia.
Sin saber por qué ni de qué manera, la conversación transcendió más allá.
Antonio comenzó a contarnos la historia de
aquella casa y de cómo se hizo con ella. -En esta casa, se respira paz, ¿saben
por qué?- respiró profundamente antes de comenzar el nuevo relato.
Allá por el año 1763, estas paredes hoy
viejas parecían lozanas y recién enjalbegadas. En esa época, me contaron que
vivía en ella un alguacil y su familia. Al parecer la hija de este, una
muchacha de apenas trece años, estaba endemoniada y el capellán del convento que estaba al otro lado de la calle fue el encargado del exorcismo… Cuando compré la
casa muchos me advirtieron de que estaba endemoniada, pero no creo en esas
pamplinas. De hecho, todas estas historias lo único que consiguieron fue
aumentar mi interés en ella. Decidí investigar y encontré lo que buscaba.
Todos permanecimos callados, pese a que hasta
hacía unos pocos momentos no habíamos parado de reír y hablar durante todo el
almuerzo. Volvió a tomar un sorbo del licor, lo paladeó mientras cerraba los
ojos y lo calentó en su boca hasta que
decidió continuar con la historia.
Fui al registro de la propiedad y allí
constaba que su propietario era realmente quien la había puesto a la venta, un
militar al que le interesaba venderla pues lo iban a destinar a la península.
Quise ir más allá, pues no le iba a preguntar directamente acerca de lo que me
contaron, y continué con mis averiguaciones. Sabía que en el Archivo Insular se
guardan los contratos de compra-venta desde los tiempos de la Conquista y
después de varios días de quemarme las pestañas y tirando del hilo, descubrí
quién fue su propietario en el siglo XVIII.
A través del postiguito de la cocina ya no se
veía claridad alguna, la sobremesa se había prolongado de tal manera que había
anochecido. Pudimos ver los flashes de los turistas de un crucero que partía
del puerto. Y esto hizo que por un momento la conversación derivará por otros
derroteros, pese a que en el fondo, todos queríamos que nos descubriera de una
vez quién era el verdadero propietario de la casa en la que tan a gusto nos
encontrábamos. Los ojos de nuestro anfitrión volvieron a señalarnos que estaba
listo para continuar, miró al techo de tea con concentración y siguió.
Después de comprobar que había sido propiedad
de toda una serie de gentes, no demasiadas pese a haber transcurrido más de dos
siglos, llegué a la clave del bienestar de esta casa. Su dueño había sido el
capellán del Convento de Santa Catalina de Siena que estaba a unos pasos de aquí.
Su nombre era José de Palanzuela.
Nos miramos los unos a los otros, sin lograr
comprender nada ¿Qué tiene qué ver eso con lo a gusto que se está en ella?
Entonces, lo del exorcismo ¿Es verdad? Nuestro anfitrión parecía realmente
divertido, sus ojos ahora chispeaban placenteros. Sabía que estábamos sintiendo
el mismo desconcierto que él mismo había sentido en su momento. Sonrió. Y
cuando dejamos de hablar, continuó.
Aquello hizo que supiera que lo del exorcismo
no podía ser cierto, pues entonces el alguacil no era su propietario. Pero ya
que había dedicado tanto tiempo a esto no podía quedarme solo con un nombre y
busqué toda la información que pude sobre nuestro hombre. Encontré que era
habitual que los capellanes vivieran cerca de los conventos aunque no dentro de
estos. Hemos de pensar que no estaba muy bien visto que un hombre viviera en un
convento de religiosas. Y di también con la clave de toda nuestra historia.
Esta casa no solo no está maldita, sino todo lo contrario está bendecida y más
que bendecida, exorcizada. Cuando un sacerdote compraba una casa procedía a
exorcizarla con el ánimo de que el mal no pudiera introducirse en sus paredes.
Y lo hacía de un modo riguroso, recorriendo cada habitación y recoveco de la
vivienda. ¿Entienden ahora por qué se respira tanta paz en ella? Sus ojos se
cerraron y abrieron lentamente en un pestañeo ralentizado.
Cuando nos despedimos de él, no pude sino
mirar hacia atrás y comprobar su dirección: Palanzuela, 5. Seguí a pie hacia mi
casa. Mi visión de las diferentes viviendas antiguas que me iba encontrando había cambiado ¿qué historia guardaría cada una de ellas?
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