Al oscurecer solemos jugar al escondite mientras preparo la mesa para
la cena. En ese ir y venir de la cocina al comedor, ella busca un
escondrijo y espera silenciosa el momento en el que ritualmente la
llamo:
-¿Dónde estás?
Muchas veces me mira desde detrás del sillón de la sala y
se acurruca cuando me ve pasar con un par de pichones para hacer un
caldo. Le estremece ver los párpados cerrados y los cuellos
colgando. Se tapa los ojos y corre escaleras abajo, salta los
escalones de dos en dos hasta llegar al final.
La noche hace que el olor a vainilla de las orquídeas del patio
sea más penetrante. Sobre el tendido descansa el balde de latón
aboyado y desvencijado, una soga deshilachada por el paso del tiempo
está atada al asa. Cercano a este, el aljibe con tablones de madera
llenos de líquenes y musgos que crujen bajo los pies pequeños. Ella se
acerca al brocal, levanta la tapa y se asoma. El fondo es oscuro pero
el agua está cerca.
-Luna, lunera, cascabelera
debajo de la cama tienes la cena…-susurra.
Intenta atrapar el círculo pero no lo alcanza. Y la luna le guiña
un ojo desde el fondo.
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