Aquella mañana había llegado a mi objetivo, estaba a punto de logar
mi sueño. Me levanté a la misma hora como era habitual en mí.
Siempre me ha puesto muy nervioso cambiar mis rutinas. Coloqué la
taza a la misma distancia de la cucharilla, exactamente cuatro
centímetros. El cuchillo con el filo hacía esta y la servilleta de
papel sirviendo cuidadosamente de lecho de ambos cubiertos. Mi madre
había salido hacía rato a su trabajo.
El autobús solía detenerse en la parada quince minutos después de
que cerrara la puerta de mi casa y de que mi hermano caminara a
grandes zancadas, diez metros delante de mí. Nunca me esperaba para
ir a su lado y apenas nos dirigíamos la palabra durante el trayecto.
Yo lo prefería así, pues debía de concentrarme en refrescar
mentalmente todo lo que había estudiado durante los días
anteriores. Estaba exultante a pesar de todo. Al contrario que mis
compañeros que se mordían las uñas y presentaban rostros de
preocupación, yo era feliz y estaba deseoso de enfrentarme al temido
examen que suponía el pasaporte a la universidad.
Llegué al lugar de la prueba, oí mi nombre y subí las escaleras
con decisión. Miré al examinador directamente a los ojos tratando
de averiguar qué pensaría de mí y de mi sonrisa. Mis miembros se
pusieron rígidos, casi con la intención de un saludo miliar. Apenas
levantó los ojos de la lista que mantenía en sus manos y me indicó
con un ligero movimiento de cabeza la dirección que debía tomar.
Entré en el aula y me senté. Había llegado la hora. Leí con
avidez las preguntas y comencé a escribir. Lo hacía mecánicamente,
casi sin pensar. El tiempo pasó deprisa y a mi lado alguien me
instaba a entregar mis folios. Levanté la cabeza y de nuevo, sonreí.
Estaba solo, todos habían acabado antes que yo. Pregunté acerca de
los resultados y me pidieron paciencia.
Al cabo de un par de semanas, encendí el ordenador con el ánimo de
comprobar los resultados, no entendía por qué durante ese tiempo en
los “chats” que compartía con mis amigos no se hablaba de otra
cosa que no fuera notas de corte, nervios,...¿Por qué tanto
desasosiego? ¿No habían estudiado? Tecleé mi contraseña y allí
estaba: Apto. Me levanté y fui derecho a la cocina donde mi madre
preparaba la comida. Pensé en la cara que tenía que poner en esas
circunstancias, intenté recordar qué gesto sería el adecuado en
esta situación. ¿Euforia, alegría, entusiasmo? Me decidí por la
de euforia. Sí, esa era.
No hizo falta nada más.
Me quedé con ganas de más
ResponderEliminarGracias. Ese diario sin duda tendrá más páginas.
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