miércoles, 28 de mayo de 2014

Guasibrusi


  Guasibrusi había tomado la cuesta Mataviejas para llegar a tiempo a la calle principal. Sus pies descalzos se  frenaban hábilmente por el adoquinado, a pesar de las hierbecillas que crecían entre las piedras. El invierno había sido lluvioso y la exuberancia era notoria. Pensaba mentalmente en su encargo, higos pasados a los que su amo tenía en  mucha estima. Estaba acostumbrado a la curiosidad de los ojos infantiles. En otro tiempo nadie lo miraba, formaba parte del paisaje local, solo a los niños se les escapaba esa familiaridad. Era el último de su estirpe y sin duda, esta se extinguiría una vez fuera a acompañar a su madre en el descanso eterno.


   La campana de la torre de la iglesia repiqueteaba dando muestras de día de precepto. Don José de Guisla no perdonaba ni los días señalados. Sus costumbres eran sagradas y si en el desayuno no degustaba sus frutos secos preferidos  montaba en cólera y esta llegaba muy lejos. Había contribuido en gran manera a la grandeza local, como por ejemplo a mantener el sanatorio de caridad principalmente dedicado a mujeres que por diferentes designios del Altísimo se encontraban desamparadas. Muchas de ellas habían perdido el juicio por diferentes razones, pero sobre todo por tener que haber abandonado a sus hijos recién nacidos en el torno del vecino convento de La Misericordia.


Al esclavo en alguna ocasión se le había pasado por la imaginación acabar con aquella vida, aunque este oscuro pensamiento desaparecía rápidamente de su cabeza pues era de naturaleza noble y dócil.

Se encontró con más transeúntes de los habituales, aceleró el paso pues ya eran cerca de las siete y el amo solía desayunar temprano. Los gallos se oían desde los huertos de las casas solariegas que formaban la columna vertebral de aquella calle. Los campesinos que solían montar sus puestos, hacía tiempo que lo habían hecho - ¡Manzanas de Garafía! ¡Miel de abeja recién bajada de la cumbre! - La cantinela se oía a lo largo de toda  la vía. Guasibrusi se movía nervioso de un lado a otro, observando los diferentes tinglados, pero ni rastro del preciado manjar. Dio mil vueltas, escudriñó cada uno de los ventorrillos pero no vio nada. - ¿Qué le diría al señor de Guisla? - Volvió sobre sus pasos mientras iba ideando cómo librarse del castigo seguro que le esperaba. Abrió el portón lentamente, casi sin respirar. Al llegar a la cocina, Encarnación la cocinera miró sus manos vacías y le inquirió: - ¿Dónde están los higos pasados del señor? - Apenas balbuceó unas palabras entrecortadas: - No, es tiempo. El mar no dejó arribar…

      El sonido del látigo siempre encoge el corazón de aquellos que lo han oído golpear la carne humana, también lo hace el silencio que recorre todas las estancias de la casa.

      En los tejados de Santa Águeda se reciben los débiles rayos del atardecer,  los últimos alientos del astro rey. El viento del norte esta tarde está soplando fuerte y las tejas se desplazan y ruedan. Da la sensación de que ratas y perenquenes se mueven entre ellas. Se dice que el esclavo Guasibrusi anda escapado y  que ha asesinado a su amo con un fragmento de cuchillo oxidado…


   El cercano Jardín de las Monjas es umbrío, oscuro, casi selvático. La hiedra se ha apoderado de sus paredes altas de piedra y los diferentes árboles traídos de las Américas hace muchos años que  imponen su ley en este lugar. El chorrito de la fuente sirve de aguadero para los vecinos.   En sus inmediaciones, un grupo de internas lava su ropa en las piletas del patio, charlan y  canturrean animadas. Se pasan la botella, la agitan, la acarician, la admiran, la enjuagan…Inesperadamente, una de ellas  se rocía el pelo con el líquido que destila. Sus saltos en una danza de alma poseída, la llevan a huir desesperada.  La loca se había lavado el pelo con algo de petróleo que las monjas utilizaban como quitamanchas.

    Catalina pasa de una azotea a otra, las tejas crujen bajo sus pies, da un salto,  se revuelca por la tierra, patalea y se desliza hasta las matas que orillean el jardín, tropieza con algo que se le asemeja a un tronco recio. Unas manos vigorosas le tapan la boca, sus ojos espantados, luchan por no escapar de sus órbitas. Las miradas se cruzan furtivas.

A lo lejos se oyen voces y algunos farolillos se mueven serpenteantes por los alrededores, lo hacen de forma rápida. El señor de Guisla ha movilizado a todos sus sirvientes, buscan por todos los lugares cercanos, recorren los huertos, saltan las tapias, golpean las puertas de las casas colindantes y preguntan a los vecinos si alguien sabe algo sobre el esclavo fugitivo. Al mismo tiempo, en el Convento de Santa Águeda durante el recuento anterior a la cena, ya se ha echado en falta a Catalina. Sus compañeras cuentan a las monjas que el diablo se la ha llevado… - A Catalina se la llevó el maligno, tiró de ella y se la tragó la espesura. -

    Instintivamente se dan la mano y sigilosos se deslizan en la oscuridad. Las almas perdidas se unen en la adversidad. Decididos se dirigen a la calle de La Marina donde la ciudad se hace marinera y artesana. El mar rompe en la orilla arrastrando los cayados y rugiendo con intensidad. Hoy hay suerte, la luna nueva los protege y el sonido de la mar asorda el ruido de sus pasos sobre la playa. Las barquillas de los pescadores descansan en el varadero que hace a la vez de astillero, la estructura de madera es un buen escon dite. Catalina y Guasibrusi respiran agitados, no han dicho una palabra desde que sus miradas se cruzaron en el Jardín de las Monjas.

   A unos pocos metros de la costa, el candil de una nave pone de manifiesto su presencia. Son frecuentes los navíos por aquellas aguas, muchos se acercan a la isla para aprovisionarse de víveres y trasladar pasajeros que regresan desde Amberes antes de emprender la aventura de las Indias.

  Las olas llegan a la orilla, golpean las piedrecillas, juegan con ellas, las arrastran. Piensan en cómo acercarse  al navío que está tan cerca y a la vez, tan lejos. Casi pueden tocar la libertad con las manos. Ninguno de ellos sabe nadar. Quedan pocas horas para el amanecer, no podrán encontrar otra oportunidad mejor. Angustiados por su destino  miran a su alrededor buscando algo a lo que aferrarse, algo que los lleve a la luz salvadora. La luz es intermitente, las olas hacen que aparezca y desaparezca por momentos, oscila como diciendo para ti sí habrá libertad, para ti no la habrá… Una pequeña chalana se encuentra a unos pasos de ellos. Sin mediar palabra, corren hacia ella, la arrastran con dificultad. El casco cruje y por un momento tienen la impresión de que su fragilidad está a punto de llevarlos al desastre. Logran llegar al agua, la empujan y se suben a ella. La oscuridad sigue protegiéndolos. Utilizando las palmas de sus manos como remos, gracias a la calma chicha y a la farola del navío pueden tocar el casco. Saben que a los polizones no se les da ninguna oportunidad, pero el esclavo no tiene nada que perder… Una muerte en tierra o en el mar. Trepan por las jarcias con dificultad. El horizonte empieza a enrojecer, se esconden entre los toneles y sacos de provisiones justo cuando los marineros están levando el ancla.

    El perfil de la isla se muestra todavía oscuro, aunque con tornasoles verdes y de un naranja intenso, se hace más y más pequeño. Las olas baten en el casco.

2 comentarios:

  1. No cojas más sol que te pones como Guasibrusi ¿no?.
    Además de la loca con el pelo rapado, me acordé del sombrero de abuela debajo del chorro, ja,ja!

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    1. Efectivamente, ya sabes que nuestras fuentes son las mismas, algo de ensoñación personal y esto es lo que ha nacido. La historia del sombrero está todavía macerándose en mi cabeza, los lugares son los mismos, pero esa ya será otra historia...

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