viernes, 6 de mayo de 2016

Cuando llega el buen tiempo...



Cuando llega buen tiempo me transporto al pasado más lejano, escudriño en las profundidades de la memoria y esta siempre reaparece con los calores del verano, el sol tórrido y la sombra rojiza de las piedras sobre el camino. La luz lo inunda todo, me encandila y hasta me ciega. Al mismo tiempo, vislumbro el oasis de frescura de las helechas de medio metro y el canturreo del agua por las atarjeas que llegan rápidas hasta la tanqueta rebosante de musgo. Veo mis pies pequeños que juegan a sentir el frío helado, chapoteo frenéticamente hasta sentir mi ropa mojada. De manera furtiva, me pongo en pie y me tambaleo retadora al empuje del agua. Ganada la batalla, el recuerdo pasa ahora de un salto, como si de una toma cinematográfica se tratara, a otra imagen y descubro el colorido de la enredadera profusa de flores anaranjadas que se mezclan con las parchitas.
Las dalias se desmelenan decaídas sobre las viejas sogas del columpio, me subo y me impulso, con los pies muy juntos, los pongo rígidos y los extiendo. Con la punta de estos toco el azul del mar en el horizonte. Recuerdo seguir los caminos de las corrientes que me transportaban a mundos lejanos y fantásticos, lugares donde se podía seguir la espuma de los delfines que pasaban muy cerquita de la costa y donde alguna sirena llamada Lorelei embrujaba a los marinos descuidados.
Cuento las papayas perfectas y redonditas. Están muy altas y no llego a ellas. Me llega el olor a guayaba y canela que se cuece en la cocina a través de la ventana semioculta por la persiana de madera. Sigo descalza y correteo por el tendido fresco de cemento mientras alineo las semillas de las santateresitas dándoles formas caprichosas que me inspiran mundos fantásticos, caminos a lugares mágicos como en el cuento de Oz.

Sí, cuando llega el buen tiempo recupero el paraíso perdido de la niñez...