Cuando llega
buen tiempo me transporto al pasado más lejano, escudriño en las
profundidades de la memoria y esta siempre reaparece con los calores
del verano, el sol tórrido y la sombra rojiza de las piedras sobre
el camino. La luz lo inunda todo, me encandila y hasta me ciega. Al
mismo tiempo, vislumbro el oasis de frescura de las helechas de medio
metro y el canturreo del agua por las atarjeas que llegan rápidas
hasta la tanqueta rebosante de musgo. Veo mis pies pequeños que
juegan a sentir el frío helado, chapoteo frenéticamente hasta
sentir mi ropa mojada. De manera furtiva, me pongo en pie y me
tambaleo retadora al empuje del agua. Ganada la batalla, el recuerdo
pasa ahora de un salto, como si de una toma cinematográfica se
tratara, a otra imagen y descubro el colorido de la enredadera
profusa de flores anaranjadas que se mezclan con las parchitas.
Las dalias
se desmelenan decaídas sobre las viejas sogas del columpio, me subo
y me impulso, con los pies muy juntos, los pongo rígidos y los
extiendo. Con la punta de estos toco el azul del mar en el horizonte.
Recuerdo seguir los caminos de las corrientes que me transportaban a
mundos lejanos y fantásticos, lugares donde se podía seguir la
espuma de los delfines que pasaban muy cerquita de la costa y donde
alguna sirena llamada Lorelei embrujaba a los marinos descuidados.
Cuento las
papayas perfectas y redonditas. Están muy altas y no llego a ellas.
Me llega el olor a guayaba y canela que se cuece en la cocina a
través de la ventana semioculta por la persiana de madera. Sigo
descalza y correteo por el tendido fresco de cemento mientras alineo
las semillas de las santateresitas dándoles formas caprichosas que
me inspiran mundos fantásticos, caminos a lugares mágicos como en
el cuento de Oz.
Sí, cuando
llega el buen tiempo recupero el paraíso perdido de la niñez...