sábado, 29 de agosto de 2015

El pendolista



Había pasado mucho tiempo desde la última vez. Los trazos se deslizaban en el papel deteniéndose solo ante las irregularidades que en forma de pequeños nudos interrumpían aquel baile de tinta. Desde pequeño, solía morderse la lengua en un rictus de concentración. Su mente volaba y se imaginaba la cara de aquel que recibiría la misiva. De generación en generación se había transmitido aquel arte, hoy casi extinto. No recordaba el día en que todo aquello empezó. Su abuelo le había cogido la mano en sus primeras veces con firmeza, le mostraba el camino en aquel inmenso lago color marfil por el que tenía que trazar aquellas líneas que de manera mágica hacían surgir maravillosas figuras. Le había explicado que aquellos signos formarían diferentes y caprichosas cadenas que proporcionarían al que lograra descifrarlas el descubrimiento de mundos lejanos, ideas sublimes y hasta mensajes de amor.
El niño no lograba entender aquello, solo seguía embobado mirando la pluma y aquellos trazos indescifrables para él. Todavía aquello del amor le quedaba lejos.
Y fueron pasando los días, los meses y los años desde aquellas tardes en que fantaseaba con las líneas de tinta. Se había convertido en un hombre y  ya ni siquiera recordaba que se podía escribir con pluma. Llevaba años con la misma rutina, solía coger la bicicleta para dirigirse a su trabajo en una pequeña oficina. Allí encendía el ordenador mientras se quitaba los guantes y repasaba distraído delante de la pantalla, las líneas del periódico en busca de los gazapos del día. Aquello se había convertido en algo monótono. Las mismas erratas, las mismas tildes en “vio, dio y fue” y casi nunca encontraba errores que le supusieran un desafío. Cuando comenzó a trabajar, se sentía entusiasmado corrigiendo los errores de los demás, cada día había algo nuevo que descubrir. Sin embargo, hacía tiempo que no encontraba nuevos retos.
Miró casi de reojo el aparato cuando dejaba su abrigo en el respaldo de la silla y allí estaba. Se le mostró en letras grandes y en negrita formando parte de un titular: PENDOLISTA. No lograba entender aquella oración: “Desaparece el último pendolista”. Estaba seguro de que allí había una incorrección. ¿Qué es un pendolista? ¿Alguien que repara los péndulos de un reloj o algo así? El pequeño artículo, casi una simple reseña, continuaba con poca información. Solo una referencia a la edad del fallecido y al lugar del funeral. Continuó con dudas y decidió hurgar en Internet, tecleó la palabra y allí apareció en la primera entrada: “Persona que escribe con muy buena letra”. Dio un respingo y sintió la sensación de caer en un pozo que lo trasladaba al pasado, volvió a escuchar la voz de aquel que tantas veces le insistió en la importancia de las letras y sobre todo, de las palabras. Recordó la cajita de madera que este le había regalado y que guardaba en alguna parte. Abrió con prisas las gavetas de su escritorio, rebuscó atropelladamente en la primera, en la segunda y en la tercera…Y allí estaba. En su tapa se leía, “Péndula Copperplate”. La abrió despacio y con la sensación de estar renovando viejos votos. La vieja estilográfica que había olvidado se le mostró tal como era, antigua y elegante. La cogió con delicadeza, la miró como quién lo hace por primera vez, volvió a deslizar su punta en la página en blanco. La tinta no se había secado y sintió de nuevo la maravillosa sensación. Ese fue el instante en que aquel titular dejó de tener sentido.