viernes, 16 de enero de 2015

La casta



Se repetía una y otra vez que era bueno en lo que hacía. Su falta de seguridad le impedía ver todo lo que había desarrollado sin apenas darse cuenta de cuánto valía. Era su primer trabajo, pero no quería que nadie lo supiera. Admiraba a todo el que llevaba tantos años en la fábrica. Lo había estudiado teóricamente, las diferentes formas, los diferentes tamaños, colores, condiciones. Sin embargo, tenía miedo a fallar. Cuando aparecieron los veteranos, les dedicó una mirada de soterrada admiración. Allí estaban ellos, los especialistas. Llevaban pulcros uniformes azules y marchaban marcialmente a sus puestos.

Con el sonido de la primera sirena la maquinaria comenzó su labor. Grandes tiras del dulce elemento se desplegaron por las cintas transportadoras. Desde arriba, las cizallas cortaban pequeños rectángulos cuyas condiciones y medidas habían sido milimétricamente estudiadas. Ahora les tocaba a ellos. Comenzaron su trabajo y los papeles multicolores parecían adquirir vida propia entre sus manos. De manera mágica fueron llenando las cajas de caramelos. La casta había cumplido con su labor.

domingo, 11 de enero de 2015

La casa




  Sobre el mantel de cuadros miraba los pequeños vasos con “limoncello”. La estancia me recordaba al laboratorio de una “mamma” italiana en la que los pucheros olían a orégano y albahaca. El cabeza de familia se volvió hacia nosotros  y con sus enormes ojos nos relató  las andanzas americanas de un pariente cualquiera. Todos nos reímos e interiormente recordamos a nuestro particular aventurero familiar. Tenía una capacidad sorprendente para articular cada palabra y hacer que cada uno de nosotros contuviéramos la respiración en espera de la siguiente, pues detrás de cada una de ellas podría aparecer una sorpresa. No necesitaba acompañarse de ningún gesto, solo la expresividad de aquellos ojos nos guiaba en la historia. Sin saber por qué ni de qué manera, la conversación transcendió más allá.
  Antonio comenzó a contarnos la historia de aquella casa y de cómo se hizo con ella. -En esta casa, se respira paz, ¿saben por qué?- respiró profundamente antes de comenzar el nuevo relato.
  Allá por el año 1763, estas paredes hoy viejas parecían lozanas y recién enjalbegadas. En esa época, me contaron que vivía en ella un alguacil y su familia. Al parecer la hija de este, una muchacha de apenas trece años, estaba endemoniada y el capellán del convento que estaba al otro lado de la calle fue el encargado del exorcismo… Cuando compré la casa muchos me advirtieron de que estaba endemoniada, pero no creo en esas pamplinas. De hecho, todas estas historias lo único que consiguieron fue aumentar mi interés en ella. Decidí investigar y encontré lo que buscaba.
  Todos permanecimos callados, pese a que hasta hacía unos pocos momentos no habíamos parado de reír y hablar durante todo el almuerzo. Volvió a tomar un sorbo del licor, lo paladeó mientras cerraba los ojos y  lo calentó en su boca hasta que decidió continuar con la historia.
  Fui al registro de la propiedad y allí constaba que su propietario era realmente quien la había puesto a la venta, un militar al que le interesaba venderla pues lo iban a destinar a la península. Quise ir más allá, pues no le iba a preguntar directamente acerca de lo que me contaron, y continué con mis averiguaciones. Sabía que en el Archivo Insular se guardan los contratos de compra-venta desde los tiempos de la Conquista y después de varios días de quemarme las pestañas y tirando del hilo, descubrí quién fue su propietario en el siglo XVIII.
  A través del postiguito de la cocina ya no se veía claridad alguna, la sobremesa se había prolongado de tal manera que había anochecido. Pudimos ver los flashes de los turistas de un crucero que partía del puerto. Y esto hizo que por un momento la conversación derivará por otros derroteros, pese a que en el fondo, todos queríamos que nos descubriera de una vez quién era el verdadero propietario de la casa en la que tan a gusto nos encontrábamos. Los ojos de nuestro anfitrión volvieron a señalarnos que estaba listo para continuar, miró al techo de tea con concentración y siguió.
  Después de comprobar que había sido propiedad de toda una serie de gentes, no demasiadas pese a haber transcurrido más de dos siglos, llegué a la clave del bienestar de esta casa. Su dueño había sido el capellán del Convento de Santa Catalina de Siena que estaba a unos pasos de aquí. Su nombre era José de Palanzuela.
  Nos miramos los unos a los otros, sin lograr comprender nada ¿Qué tiene qué ver eso con lo a gusto que se está en ella? Entonces, lo del exorcismo ¿Es verdad? Nuestro anfitrión parecía realmente divertido, sus ojos ahora chispeaban placenteros. Sabía que estábamos sintiendo el mismo desconcierto que él mismo había sentido en su momento. Sonrió. Y cuando dejamos de hablar, continuó.
  Aquello hizo que supiera que lo del exorcismo no podía ser cierto, pues entonces el alguacil no era su propietario. Pero ya que había dedicado tanto tiempo a esto no podía quedarme solo con un nombre y busqué toda la información que pude sobre nuestro hombre. Encontré que era habitual que los capellanes vivieran cerca de los conventos aunque no dentro de estos. Hemos de pensar que no estaba muy bien visto que un hombre viviera en un convento de religiosas. Y di también con la clave de toda nuestra historia. Esta casa no solo no está maldita, sino todo lo contrario está bendecida y más que bendecida, exorcizada. Cuando un sacerdote compraba una casa procedía a exorcizarla con el ánimo de que el mal no pudiera introducirse en sus paredes. Y lo hacía de un modo riguroso, recorriendo cada habitación y recoveco de la vivienda. ¿Entienden ahora por qué se respira tanta paz en ella? Sus ojos se cerraron y abrieron lentamente en un pestañeo ralentizado.
  Cuando nos despedimos de él, no pude sino mirar hacia atrás y comprobar su dirección: Palanzuela, 5. Seguí a pie hacia mi casa. Mi visión de las diferentes viviendas antiguas que me iba encontrando había cambiado ¿qué historia guardaría cada una de ellas?