Guasibrusi había tomado la cuesta Mataviejas para llegar a tiempo a la
calle principal. Sus pies descalzos se frenaban hábilmente por el adoquinado, a pesar
de las hierbecillas que crecían entre las piedras. El invierno había sido
lluvioso y la exuberancia era notoria. Pensaba mentalmente en su encargo, higos
pasados a los que su amo tenía en mucha
estima. Estaba acostumbrado a la curiosidad de los ojos infantiles. En otro
tiempo nadie lo miraba, formaba parte del paisaje local, solo a los niños se
les escapaba esa familiaridad. Era el último de su estirpe y sin duda, esta se
extinguiría una vez fuera a acompañar a su madre en el descanso eterno.
La campana de la torre de la iglesia repiqueteaba dando muestras de día
de precepto. Don José de Guisla no perdonaba ni los días señalados. Sus
costumbres eran sagradas y si en el desayuno no degustaba sus frutos secos
preferidos montaba en cólera y esta
llegaba muy lejos. Había contribuido en gran manera a la grandeza local, como
por ejemplo a mantener el sanatorio de caridad principalmente dedicado a
mujeres que por diferentes designios del Altísimo se encontraban desamparadas.
Muchas de ellas habían perdido el juicio por diferentes razones, pero sobre
todo por tener que haber abandonado a sus hijos recién nacidos en el torno del
vecino convento de La Misericordia.
Al esclavo en alguna ocasión se
le había pasado por la imaginación acabar con aquella vida, aunque este oscuro
pensamiento desaparecía rápidamente de su cabeza pues era de naturaleza noble y
dócil.
Se encontró con más transeúntes
de los habituales, aceleró el paso pues ya eran cerca de las siete y el amo
solía desayunar temprano. Los gallos se oían desde los huertos de las casas
solariegas que formaban la columna vertebral de aquella calle. Los campesinos
que solían montar sus puestos, hacía tiempo que lo habían hecho - ¡Manzanas de
Garafía! ¡Miel de abeja recién bajada de la cumbre! - La cantinela se oía a lo largo
de toda la vía. Guasibrusi se movía
nervioso de un lado a otro, observando los diferentes tinglados, pero ni rastro
del preciado manjar. Dio mil vueltas, escudriñó cada uno de los ventorrillos
pero no vio nada. - ¿Qué le diría al señor de Guisla? - Volvió sobre sus pasos
mientras iba ideando cómo librarse del castigo seguro que le esperaba. Abrió el
portón lentamente, casi sin respirar. Al llegar a la cocina, Encarnación la
cocinera miró sus manos vacías y le inquirió: - ¿Dónde están los higos pasados
del señor? - Apenas balbuceó unas palabras entrecortadas: - No, es tiempo. El
mar no dejó arribar…
El sonido del látigo siempre encoge el
corazón de aquellos que lo han oído golpear la carne humana, también lo hace el
silencio que recorre todas las estancias de la casa.
En los tejados de Santa Águeda se reciben
los débiles rayos del atardecer, los
últimos alientos del astro rey. El viento del norte esta tarde está soplando
fuerte y las tejas se desplazan y ruedan. Da la sensación de que ratas y
perenquenes se mueven entre ellas. Se dice que el esclavo Guasibrusi anda
escapado y que ha asesinado a su amo con
un fragmento de cuchillo oxidado…
El cercano Jardín de las Monjas es umbrío, oscuro, casi selvático. La
hiedra se ha apoderado de sus paredes altas de piedra y los diferentes árboles
traídos de las Américas hace muchos años que
imponen su ley en este lugar. El chorrito de la fuente sirve de aguadero
para los vecinos. En sus inmediaciones,
un grupo de internas lava su ropa en las piletas del patio, charlan y canturrean animadas. Se pasan la botella, la
agitan, la acarician, la admiran, la enjuagan…Inesperadamente, una de ellas se rocía el pelo con el líquido que destila.
Sus saltos en una danza de alma poseída, la llevan a huir desesperada. La loca se había lavado el pelo con algo de petróleo
que las monjas utilizaban como quitamanchas.
Catalina pasa de una azotea a otra, las tejas crujen bajo sus pies, da
un salto, se revuelca por la tierra,
patalea y se desliza hasta las matas que orillean el jardín, tropieza con algo
que se le asemeja a un tronco recio. Unas manos vigorosas le tapan la boca, sus
ojos espantados, luchan por no escapar de sus órbitas. Las miradas se cruzan
furtivas.
A lo lejos se oyen voces y
algunos farolillos se mueven serpenteantes por los alrededores, lo hacen de
forma rápida. El señor de Guisla ha movilizado a todos sus sirvientes, buscan
por todos los lugares cercanos, recorren los huertos, saltan las tapias,
golpean las puertas de las casas colindantes y preguntan a los vecinos si
alguien sabe algo sobre el esclavo fugitivo. Al mismo tiempo, en el Convento de
Santa Águeda durante el recuento anterior a la cena, ya se ha echado en falta a
Catalina. Sus compañeras cuentan a las monjas que el diablo se la ha llevado… -
A Catalina se la llevó el maligno, tiró de ella y se la tragó la espesura. -
Instintivamente se dan la mano y sigilosos se deslizan en la oscuridad.
Las almas perdidas se unen en la adversidad. Decididos se dirigen a la calle de
La Marina donde la ciudad se hace marinera y artesana. El mar rompe en la
orilla arrastrando los cayados y rugiendo con intensidad. Hoy hay suerte, la
luna nueva los protege y el sonido de la mar asorda el ruido de sus pasos sobre
la playa. Las barquillas de los pescadores descansan en el varadero que hace a
la vez de astillero, la estructura de madera es un buen escon dite. Catalina y
Guasibrusi respiran agitados, no han dicho una palabra desde que sus miradas se
cruzaron en el Jardín de las Monjas.
A unos pocos metros de la costa, el candil de una nave pone de
manifiesto su presencia. Son frecuentes los navíos por aquellas aguas, muchos
se acercan a la isla para aprovisionarse de víveres y trasladar pasajeros que
regresan desde Amberes antes de emprender la aventura de las Indias.
Las olas llegan a la orilla, golpean las piedrecillas, juegan con ellas,
las arrastran. Piensan en cómo acercarse
al navío que está tan cerca y a la vez, tan lejos. Casi pueden tocar la
libertad con las manos. Ninguno de ellos sabe nadar. Quedan pocas horas para el
amanecer, no podrán encontrar otra oportunidad mejor. Angustiados por su
destino miran a su alrededor buscando
algo a lo que aferrarse, algo que los lleve a la luz salvadora. La luz es
intermitente, las olas hacen que aparezca y desaparezca por momentos, oscila
como diciendo para ti sí habrá libertad, para ti no la habrá… Una pequeña
chalana se encuentra a unos pasos de ellos. Sin mediar palabra, corren hacia
ella, la arrastran con dificultad. El casco cruje y por un momento tienen la
impresión de que su fragilidad está a punto de llevarlos al desastre. Logran
llegar al agua, la empujan y se suben a ella. La oscuridad sigue
protegiéndolos. Utilizando las palmas de sus manos como remos, gracias a la
calma chicha y a la farola del navío pueden tocar el casco. Saben que a los
polizones no se les da ninguna oportunidad, pero el esclavo no tiene nada que
perder… Una muerte en tierra o en el mar. Trepan por las jarcias con dificultad.
El horizonte empieza a enrojecer, se esconden entre los toneles y sacos de
provisiones justo cuando los marineros están levando el ancla.
El perfil de la isla se muestra todavía
oscuro, aunque con tornasoles verdes y de un naranja intenso, se hace más y más
pequeño. Las olas baten en el casco.